LA BELLEZA DE LOS LIBROS

Roubicheaux, el detective cajun

A mediados del siglo XVIII, el Imperio Británico orquestó una brutal limpieza étnica en la porción oriental de lo que hoy es Canadá. Se la conoce como La Gran Expulsión.  Se calcula que más de 12 mil súbditos franceses -denominados los acadianos- fueron obligados a partir al exilio. Algunos volvieron a Europa y un puñadito llegó a las Islas Malvinas; pero la gran mayoría se asentó en la desembocadura del río Misisipi, por entonces parte de la Louisiana francesa. Allí, se desarrolló una vibrante cultura católica y latina que ha llegado hasta nuestros días. Estados Unidos la reconoció como grupo étnico en 1980; Isabel II se disculpó con los descendientes de Acadia en 2003. El llamado país cajún no sólo tiene su música identitaria, su dialecto galo y sus riquezas gastronómicas, sino también su propio detective atribulado. El Philip Marlowe de Nueva Orleans y los pantanos sureños se llama Dave Robicheaux, fruto de la imaginación del escritor James Lee Burke (foto). Si le gusta la novela policial no puede dejar de conocerlo.


En Buenos Aires, usted podrá encontrar a precio de saldo una de las joyas de la saga: Los prisioneros del cielo (RBA, 330 páginas), que Burke entregó a la imprenta en 1988. El libro nos lleva al condado de Nueva Iberia, a fines de los ochenta. Después de una década y media en el Departamento de Homicidios de Nueva Orleans, Robicheaux volvió -con el estómago asqueado- a su aldea natal. Lleva la culpa como una red de pesca sobre la cabeza (es católico practicante). Mantiene una heroica pero devastadora lucha por permanecer sobrio: un súcubo alcohólico vive dentro de él con las garras hundidas en su alma. Montó un negocio de alquiler de barcos, venta de carnadas y souvenirs, y parrilla al paso. Vive con su esposa menonita de Kansas, rubia, bella e ingenua.

Hasta que un día, Dave y Anne ven caer una avioneta al mar desde su barco de pesca. Nuestro héroe se arroja al agua y logra rescatar a una niña salvadoreña. Se ahogaron la madre de la pequeña, un sacerdote y un traficante de drogas. La pareja decide adoptar a la nena, pero tendrá dificultades con la DEA y el Servicio de Inmigración por un lado (la guerra sucia en Centroamérica es el telón de fondo); y con hampones forjados en la fragua de un demonio, porque Robicheaux es de esos justicieros capaz de comerse un bol de arañas antes de dejar las cosas como están. Así, más temprano que tarde se cruza en el camino de un amigote de la infancia: Bubba Rocque, que ascendió de niño conflictivo a mafioso local, disfrazado de empresario próspero, con intereses en el tráfico de drogas y la prostitución.

Se sabe que en una buena novela policial pasan cosas. Y aquí ocurren cosas espeluznantes. La trama magnetiza los dedos. El viejo Burke ha logrado redondear el tono justo del subgénero noir: los caracteres son rotundos, los diálogos filosos, la musa del comentario irónico muestra su hermoso rostro.  Hay reflexiones sobre los misterios del mal y la violencia, datos sobre el inframundo del delito (¿a quién no le gusta otear detrás de esos negros cortinados?) y, como bonus track, párrafos que capturan el fulgor de la naturaleza en el sur de Louisiana. La denuncia social se canaliza hacia las más altas esferas: ``Estamos al servicio de una vasta, vulgar y prostituida empresa (NR: el gobierno de Estados Unidos)'', concluye un agente antinarcóticos.

Vea usted los meandros sorprendentes de la Historia. Al fin y al cabo, le debemos el arroz tipo cajún y la espléndida saga Robicheaux a la Pérfida Albión. Agreguemos que Los prisioneros del cielo  dio lugar en 1992 a un largometraje, bastante malo, que puede verse hoy por YouTube, siempre y cuando uno tenga paciencia de acero al tungsteno para soportar el calé madrileño de la traducción. Además, al joven Alec Baldwin no la daba la talla para representar a a ese sombrío sabueso, con el alma desgarrada por dos fuerzas antagónicas: Robicheaux trató de ser un hombre moral en un negocio amoral, al tiempo que deseaba hacer picadillo -como cualquier hijo de vecino- a quienes lo hacían sufrir.