RECUERDOS DE LA VIDA LITERARIA

Porchia, el hombre de la discreta sabiduría

Antonio Porchia fue un escritor atípico, tanto por las características de su personalidad cuanto por la índole de su obra. Yo lo conocí en la década de los años "50 en el taller boquense del pintor José Luis Menghi en la calle Irala. Los sábados por la tarde se reunían en aquel altillo de madera y chapas de zinc artistas plásticos como Vicente Ventó, Enrique Nani, Pascual Ragno, Mateo Scagliarino y Julio César Vergottini, entre otros. Porchia, ajeno al arte pictórico pero no como espectador, era uno de los contertulios más puntuales.

Lo recuerdo menudo, humilde, silencioso, su calvicie con unos pocos pelos y el rostro surcado por profundas arrugas. León Benarós escribió que su cabeza era una mezcla de Sócrates y de rústico campesino italiano. Lo recuerdo siempre enfundado en un arrugado traje gris o con sobretodo, en invierno, que nunca se quitaba. Recuerdo también su voz pastosa, algo trémula, con un peculiar dejo itálico (no hay que olvidar que llegó a la Argentina a los 17 años desde su Calabria natal). No era un conversador que podríamos llamar brillante; hablaba poco, mostraba mayor interés en oír a los demás.

En aquella época su libro de aforismos Voces, editado diez años antes por la Agrupación de Gente de Letras "Impulso" de La Boca, ya había sido traducido al francés por Roger Caillois, quien dijo que daría toda su obra por haber escrito Voces, pero eso no lo envanecía. Recuerdo su modestia, su sonrisa de indulgencia para consigo cuando una tarde le comenté que había visto un almanaque francés con aforismos suyos. Otra vez le hablé acerca de algunas de sus "voces" aparecidas en un número de la revista Sur. Después supe que cuando Victoria Ocampo quiso pagarle los honorarios que le correspondían, a pesar de vivir de una magra jubilación, le pidió que el dinero se lo entregará a algún joven poeta necesitado.

Hacia 1955 o 1956 le presente a mi vecina Alejandra Pizarnik. La entonces muy joven poeta quedó impresionada por el "halo de santidad" que había creído advertir en él. Más adelante reconoció la influencia de Porchia en su poesía y escribió un artículo sobre sus Voces que Vicente Barbieri, a la sazón director de El Hogar, le publicó en la revista. 

Porchia no tenía muchas lecturas. Cuando alguien comentó que sus aforismos tenían antecedentes en Li Po, Pascal, Blake, La Rochefoucault y Lichtenberg, confesó que nunca había leído a esos autores. Podría decirse que no era un hombre precisamente culto. Era mucho más: un hombre sabio. Borges escribió: "Los aforismos de Porchia van mucho más allá del texto escrito. Podremos sospechar que el autor los escribió para sí mismo y no supo que trazaba para los otros la imagen de un hombre solitario, lúcido y consciente del singular misterio de cada instante".

La sabiduría de Porchia no estaba hecha de información sino de una intuición profunda de la realidad, de una terrible lucidez ante los signos trascendentes de lo cotidiano. En su discreción atenta, en su cortesía bondadosa, había un fondo de ternura que ennoblecía su calidad humana. Había también en él algo de inapresable, de sombríamente recóndito, que contrastaba a ratos con aquella mirada angélica, inocente, de niño ante el prodigio.

UN TESORO

No dudo que, para mí, fue un privilegio conocer a ese hombre modesto y sensible que fue además, un excepcional creador literario, un escritor que elevó el género aforístico a un nivel jamás alcanzado en nuestro idioma por su hondura y transparencia.

Guardo como un tesoro una edición de las Voces que Porchia me regaló y en cuya dedicatoria me comunicaba que después de haber leído mis versos (aún no comprendo la asociación) escribió este desolador aforismo: "Comprendo que la mentira es engaño y la verdad no. Pero a mí me han engañado las dos".

Antonio Porchia nació en un pueblo de la provincia de Catanzaro en 1885. Era el mayor de cinco hermanos. Su padre, antiguo sacerdote que abandonó los hábitos para casarse con su madre, murió cuando Antonio tenía 15 años. Dos años después, con su madre y sus hermanos emigró a la Argentina. Trabajó como anotador en el puerto y linotipista. Nunca se casó. Vivió los últimos años en una humilde casita de la calle Malaver, en Olivos. Murió el 9 de noviembre de 1968.