EUROPA EN GUERRA

Putin y su proyecto eurasiático

El líder ruso pretende liderar un programa de globalización alternativo y el duelo con Occidente se libra en Ucrania.

En octubre de 2011, el entonces primer ministro Vladimir Putin anunció en un artículo en el diario Izvestia que la unión aduanera y el espacio económico común creado por Rusia, Bielorrusia y Kasajistán se convertiría en una Unión Económica Eurasiática, a la que se sumarían Kirguistán y Tayikistán. “No vamos a detenernos aquí sin plantearnos el ambicioso objetivo de avanzar hacia un nivel más alto de integración: una Unión Eurasiática”, escribió. Meses antes de su inauguración en enero de 2015, un golpe de estado administrado por Occidente instalaba en Kiev un gobierno antirruso. No es posible entender el conflicto desatado hoy en Ucrania sin enmarcarlo en el proyecto eurasiático de Putin, en su sucesiva corrección en el tiempo, y en la determinación occidental de hacerlo fracasar.

Rusia sufrió dos grandes conmociones en la historia moderna, y las dos fueron promovidas desde el Oeste: la caída del imperio zarista por obra de la revolución de Octubre (el comunismo fue una idea globalista europea que usó al pueblo ruso como plataforma de lanzamiento) y la implosión de la Unión Soviética, incapaz de resistir la presión de los Estados Unidos y sus aliados. Las dos alentaron una densa introspección entre sus intelectuales, y de esa reflexión emergió en los dos casos el proyecto eurasiático. Eurasiáticos fueron distinguidos emigrados rusos de principios de siglo pasado como el príncipe Nikolái Trubetskói o Roman Jakobson (nombres familiares en la ciencia lingüística), y también eurasiáticos fueron y son pensadores contemporáneos como Alexsandr Dugin o Lev Gumilev.

Desde Pedro el Grande, las élites rusas pensaron en Rusia como en una gran nación europea, y la facilidad con la que sus artistas, sus músicos y sus escritores se insertaron en la cultura occidental alimentó ese convencimiento. La Rusia soviética no lo refutó, y Putin recogió la herencia sin mayores problemas. “Somos parte de la cultura occidental europea”, escribió en 2000. “Y ésta, de hecho, es nuestra gran riqueza. Viva donde viva nuestra gente, en el lejano oriente o en el sur, somos europeos.” Diez años más tarde, influido es cierto por los pensadores euroasiáticos pero mucho más por su experiencia al frente del Kremlin, Putin había variado su idea de nación, ahora menos ligada a la recesiva etnia eslava y mejor expresada por lo que dio en llamar la “idea de Rusia”.

La percepción de Rusia como nación plenamente europea estaba íntimamente ligada a su población eslava y cristiana ortodoxa; la noción de Rusia como nación euroasiática absorbe todas las otras etnias y creencias albergadas en su territorio. Para simplificar al máximo un asunto mucho más matizado y complejo, digamos que la Rusia euroasiática reconoce en su cultura la presencia de la herencia mongol en pie de igualdad con la eslava. Esto excede ampliamente los matices folklóricos, y cala en la manera de encarar los dos problemas básicos de cualquier sociedad humana: el reparto del poder y la distribución de la riqueza. La Rusia de todas las épocas pudo haber sido europea en las formas, pero nunca dejó de ser asiática en los hechos, más inclinada al gobierno autoritario y al ordenamiento estatal de la economía que a la democracia liberal y el mercado.

(Por contraste, en Ucrania prevaleció la tradición eslava de los cosacos, rudimentariamente democrática, militarista y autónoma. Si existe alguna diferencia nacional entre Rusia y Ucrania, tal como hoy reivindican los líderes kievitas, habría que rastrearla entre el individualismo independentista más propio de los pueblos eslavos y la natural sujeción de los asiáticos al orden colectivo.)

MODELO BRUSELAS

Putin imaginó inicialmente una Unión Eurasiática construida según el modelo de la Unión Europea, en cuyo seno los países que habían pertenecido a la órbita soviética pudiesen articular sus economías sin menoscabo de sus costumbres y tradiciones, de sus creencias y de su soberanía nacional; sin necesidad de adoptar, al menos en lo inmediato, la democracia liberal ni resignar potestades en aras de un gobierno supranacional. El líder ruso no planteaba un conflicto con la Europa occidental sino un proceso, conducido por Rusia desde el Este, eventualmente destinado a confluir con el Oeste en el armado de una Gran Europa, “desde Lisboa a Vladivostok”, según declaró a la prensa alemana en 2010. Exhibía la construcción del gasoducto Nord Stream 2 como ejemplo vivo de esa cooperación.

Dicho de otro modo, Putin no rechazaba el inevitable proceso de globalización desencadenado por las revoluciones tecnológicas en el campo del transporte y las comunicaciones, pero se negaba a confundirlo con el globalismo de las élites financieras occidentales, un proyecto de ingeniería social y política cuya maqueta es la Unión Europea, orientado a borrar las identidades nacionales, religiosas, culturales y de cualquier tipo, y someter a sus pueblos a las decisiones de un gobierno único y centralizado. Putin imaginaba un nuevo papel para Rusia, como organizadora de un espacio de globalización alternativo, que le devolviera de paso a su país la jerarquía de gran potencia.

Fue en 2019, en el Foro Económico de San Petersburgo, cuando Putin expuso su proyecto con mayor claridad. Dijo allí que “el papel de un país, su soberanía y su lugar en el sistema de referencia modernos están determinados por varios factores clave. [En primer lugar] la capacidad para afianzar la seguridad de sus ciudadanos, preservar su identidad nacional y contribuir además al progreso de la cultura mundial, [y en segundo lugar] el bienestar y la prosperidad de las personas, la oportunidad de descubrir sus talentos; la receptividad de la sociedad y el estado respecto de los vertiginosos cambios tecnológicos, y la libertad de iniciativa para los emprendedores.”

Sostuvo que el modelo de globalización concebido a fines del siglo XX en Occidente no se correspondía con las realidades del siglo XXI, donde la participación de los países avanzados en el PBI mundial va en disminución, al tiempo que progresa la de las naciones emergentes (arrastrada por China, cosa que Putin no mencionó). Estas naciones “tienen sus propios procesos de desarrollo y sus propias opiniones sobre la globalización y los procesos de integración”, que no se corresponden bien con el modelo propuesto desde Occidente, donde “están acostumbrados a que otros les paguen las cuentas, y de ahí sus interminables intentos de torpedear este proyecto [de globalización alternativa].”

DESPRECIO OCCIDENTAL

El programa eurásico de Putin fue recibido con más cautela que entusiasmo en el Este y no mereció de Occidente más que desprecio y mortificantes incursiones en los países que alguna vez pertenecieron a la Unión Soviética o fueron sus satélites. No otra cosa fueron las llamadas “revoluciones de los colores” como la “Revolución naranja” en Ucrania, que en 2004 impugnó una elección presidencial y llevó por primera vez al poder un presidente antirruso; o la incorporación masiva de países del este europeo a la OTAN, o el golpe de estado de 2014, otra vez en Ucrania, descaradamente asistido por los Estados Unidos para violentar nuevamente la voluntad popular e imponer en Kiev, ahora de manera definitiva, un gobierno antirruso.

Ese golpe de estado, lanzado cuando Ucrania había decidido poner fin a las negociaciones para incorporarse a la Unión Europea y ceder a los reclamos de Rusia para que se sumara a la naciente Unión Económica Eurásica, fue un obús que hizo impacto por debajo de la línea de flotación para el proyecto integrador de Putin. Por su relativamente avanzado grado de desarrollo, por su densidad demográfica, y por su condición de nación eslava que comparte la partida de nacimiento con Rusia en el siglo IX, la presencia de Ucrania resulta decisiva e imprescindible para otorgar densidad y credibilidad a un bloque económico y político autónomo en el Este europeo.

Putin se vio obligado entonces a revisar el programa, a desplazar su centro de gravedad hacia oriente y proponer a Rusia no ya como puente entre Europa occidental y los países del Este sino como puente entre Europa occidental y China. Ya no se trata sólo de sumarse al Oeste para construir una Gran Europa sino de unirse además al Este para edificar una Gran Eurasia. “Nosotros y nuestros socios pensamos que [la Unión Económica Eurásica] puede convertirse en uno de los centros de un área emergente de integración mucho mayor, para incorporar países con los que ya tenemos una asociación estrecha: China, India, Paquistán e Irán”, dijo Putin en 2016 en el Foro de San Petersburgo, en el que también anunció “conversaciones preliminares con China” a esos efectos.

Algunos comentaristas repiten en estos días que Putin no quiere tanto reconstruir la Unión Soviética como revivir la Rusia de los zares. Probablemente estarían más en lo cierto si dijeran que el líder ruso tiene ahora como modelo el imperio del Genghis Khan, que se expandió en el siglo XIII desde la Europa central al oeste hasta la China hacia el este, impuso su orden a sangre y fuego, y supo combinar el más riguroso autoritarismo con el reconocimiento del mérito individual y el respeto a la diversidad cultural y religiosa. La llamada pax mongólica abrió rutas comerciales impensadas hasta entonces, estableció reglas de juego contractuales, introdujo el uso del papel moneda e hizo posible entre otras cosas los viajes de Marco Polo y la ahora tan mentada Ruta de la Seda.

La respuesta de Beiyín pareció más respetuosa que interesada, y poco y nada se avanzó desde entonces. China no parece tener problemas con el globalismo occidental, ni necesitar de alianzas para expandir su influencia en el mundo. La extensa declaración conjunta emitida tras el encuentro entre Putin y Xi Yinpín en febrero de 2022, seis años después de aquellas “conversaciones preliminares” y dos semanas antes de la invasión de Ucrania, dedica apenas un párrafo al asunto, redactado con la habitual retórica diplomática de las buenas intenciones, pero en el que la iniciativa rusa de la Gran Eurasia aparece siempre mencionada junto al proyecto chino de la Ruta de la Seda como procesos ineludiblemente asociados.

Putin debe haber salido de esa reunión con la amarga certeza de que tampoco en el Oriente se le abrían las puertas necesarias para devolver a Rusia esa condición de potencia organizadora de espacios geopolíticos que ambiciona y reclama. Que ni sus socios ni sus amigos parecían tomarlo realmente en serio. Probablemente recordó la sentencia de Zbigniew Brzezinski: “Sin Ucrania, Rusia deja de ser un imperio, pero con Ucrania sobornada y subordinada, Rusia automáticamente se convierte en imperio.” Y se convenció de que tenía que empezar por el principio. De que era ahora o nunca.