El caso de Julio Flores, que espera en prisión hace siete años que se haga justicia

Calvario de un hombre inocente

Tras un largo vuelo con trasbordo en Qatar, Julio Narciso Flores pisaba otra vez suelo argentino en el aeropuerto de Ezeiza. Eran las 9 de la noche ya en Buenos Aires ese lunes 24 de noviembre de 2014 cuando Flores se dirigía a migraciones. Estaba agotado. Había despegado hacía 28 horas desde Indonesia, donde el salteño se desempeñaba como mecánico jefe de mantenimiento de aeronaves. Empezaba su licencia de 30 días, después de dos meses de ardua labor en los que trabajaba los siete días de la semana. El régimen de la empresa Airfast para la que trabajaba, una compañía de aviación privada subsidiaria del grupo estadounidense Freeport, era así. Dos meses de trabajo intenso por uno de descanso. Flores volvía para reencontrarse con su esposa y sus hijos. Estaba ansioso. El sacrificio era grande pero la paga lo merecía. El mecánico se ilusionaba con poder construirse al fin su propia casa y poner un comercio para no tener que viajar más. Doce años llevaba en ese trajín, que lo había trasladado primero a Noruega y luego a Jordania, antes de recalar en Indonesia, donde repartía su tiempo entre la capital, Yakarta, y una base aérea situada en medio de la selva, en la provincia de Papúa, región que ocupa la mitad oeste de la isla de Nueva Guinea. En ese momento mantenía aviones Boeing 737, que eran cargueros, y McDonnell Douglas MD 82, un avión de pasajeros.

Ese lunes, en Ezeiza, avanzaba con su valija mediana y una bicicleta moderna que había comprado en Yakarta. Había hecho una promesa a la Virgen del Valle: cubrir la distancia entre Salta y Catamarca por los cerros, y para eso había comprado la bicicleta. Afuera lo esperaba su esposa. Juntos continuarían al día siguiente el trayecto hacia Salta capital, en ómnibus, porque a ella no le gustaba volar. Le esperaban otras 21 horas de viaje. Cuando llegó a migraciones, Flores extendió un pasaporte confeccionado a mano que le habían hecho el día anterior en la embajada argentina en Yakarta. Habían tenido que prepararlo de urgencia porque Flores, que era un viajero frecuente, tenía todo el espacio de sellados de su pasaporte completos. De todos modos, llevaba encima el pasaporte original también.

En migraciones, al revisar el pasaporte, la persona que lo atendió le dijo que esperara allí un momento, mientras se retiraba del lugar con sus papeles. Al volver apareció con el encargado de migraciones y dos efectivos de la Policía de Seguridad Aeroportuaria. Flores pensó que se trataba de algún problema con ese pasaporte que había presentado. Estaba convencido de que todo se aclararía en breve. Lo condujeron a una sala donde estuvo una media hora hasta que le dijeron que quedaba detenido. En la Policía Aeroportuaria le informaron que había una orden de arresto en su contra por una acusación de asesinato en el Chaco. ¿Un asesinato?, preguntó. Están equivocados. Luego le dijeron que había una orden de arresto de interpol por “crímenes de lesa humanidad”. Quedó aturdido por la novedad. No entendía. Nunca había tenido siquiera antecedentes policiales. Como a las 2 de la mañana volvieron a verlo con una orden de detención firmada por el juez Daniel Rafecas. Entonces fue conducido a una celda de 2 x 2 metros, ahí mismo en el aeropuerto, donde durmió en el piso. Pensó en su esposa que aún lo esperaba afuera.

SUPOSICIONES

La acusación se remontaba a 37 años atrás, al año 1977. Flores, entonces de 19 años, era cabo de la Fuerza Aérea, el rango más bajo del arma, con ocho meses de antigüedad. Recién había egresado de la Escuela de Suboficiales de Córdoba, que era el modo que tenían los jóvenes más humildes de estudiar y aspirar a un ascenso social. Flores era uno de esos casos. Su padre había sido acomodador de un cine, taxista y verdulero, y su madre, costurera. Nunca faltó un plato de comida pero nunca sobró nada en su hogar. A veces Julio había ayudado a su padre con la venta de verduras por el valle de Salta. El joven Flores, una vez graduado, tuvo un primer y único destino en la I Brigada Aérea, en El Palomar. Apenas estuvo tres años y medio en la fuerza. En 1980, con 21 años, pidió la baja para trabajar en la esfera privada y se la concedieron. Desde entonces se dedicó a la aviación civil, esa actividad que hoy le parece un espejismo. Como en la jurisdicción de la I Brigada habría funcionado un centro de detención conocido como Mansión Seré durante el gobierno militar, a Flores lo detuvieron. La razón es que su nombre figuraba en el Libro de Guardia de la Brigada. Pero nunca prestó funciones en el centro de detención ni concurrió al mismo.

Poco importó la presunción de inocencia o que nunca aparecieran pruebas en su contra. Tal parece que basta con ser incluido en una lista negra para que la persona se presuma culpable, sin importar la justicia de la imputación. No hay periodista ni juez que se atreva a cuestionar lo que figura en esas listas. Y así, Flores fue detenido, perdió su trabajo, los gastos terminaron con sus ahorros y no pudo pagar abogados. Debió conformarse con el defensor oficial que le proveyeran. Y a la hora de las sentencias fue condenado a 25 años de prisión por 27 privaciones ilegales de la libertad y tormentos agravados por el Tribunal Oral Federal N° 5 de San Martín, integrado por los jueces Alfredo Justo Ruiz Paz, Marcelo Gonzalo Díaz Cabral y María Claudia Morgese Martín. Como suele decirse: un trámite.

Flores, hoy de 63 años, está desolado. En la Unidad 16 del Instituto Penitenciario Federal de Salta, en la localidad de Cerrillos, está detenido ahora en lo que era una antigua oficina de la división de educación, que tiene unos 3 x 4 metros. Lo retiraron del Pabellón E porque ahora está reservado para que los detenidos en tránsito cumplan sus cuarentenas por el coronavirus. Tiene una cama, una mesa con dos sillas y una pava eléctrica, que lo autorizaron a tener. En esa habitación, donde hay dos pequeñas ventanas, de 20 x 30 centímetros, que miran hacia un estacionamiento situado enfrente, cavila sobre su propia ruina y la de su familia en una desesperación que no tiene fin. El suyo es el grito del silencio. Debería presumirse inocente y estar en libertad hasta que tenga una sentencia firme, pero eso rara vez rige para este tipo de imputados, de los que se presume culpabilidad. Ya excedió largamente los tres años que como máximo puede extenderse una prisión preventiva, pero ahí sigue, hace siete años.

INVEROSIMIL

La acusación está basada en 28 testimonios, algunos incorporados “por lectura”, es decir, prestados en otros procesos. Ninguno de los testigos describió o mencionó a Flores como guardia. Ni siquiera aquellos que estuvieron sin vendas, como uno de los fugados de la Mansión Seré, que dijo haber tenido un trato cercano con los guardias, pudo reconocerlo. La mayoría menciona como guardias a “Lucas” y a “Tino”. Otros dicen que los guardias tenían unos 40 años (él tenía 19), alguno recuerda que había uno con cicatriz en la cara, otro recuerda a un correntino y otro más a un tucumano o un chaqueño. Ninguna de las descripciones físicas coinciden con Flores. Ni siquiera al entregarles álbumes fotográficos con la nomina de personas que se desempeñaron en la Brigada reconocieron al imputado. ¿Es posible mantener así una acusación?

Hay casos francamente desopilantes. Un testigo al que se dio gran peso como sostén de culpabilidad en la sentencia dijo que el imputado “se parecía” a uno de los “jefes de guardia” con un grado de certeza de un 50%, pese a que dice que tenía acento porteño y pese a que Flores (de inconfundible acento salteño) en ese momento estaba de licencia.

Lo que sí debería haber tenido peso para los jueces es, nada menos, que quienes en aquel momento estaban detenidas no hayan aportado pruebas. Solo uno de los testimonios menciona a un guardia “salteño”, pero “bajito”, algo que Flores no es. Hay que notar, de paso, la vaguedad de las descripciones tomadas como sustento de la sentencia. La pregunta, entonces, flota en el aire: ¿cómo es posible que haya habido jueces que tomaran en serio las imputaciones en su contra?

Hace pocos meses, Flores solicitó por tercera vez que le concedieran, al menos, la prisión domiciliaria. Para justificar su pedido, explicó entre otras cosas que le trancaban la puerta y no podía ir al baño, obligándolo a saciar sus necesidades en un balde dentro de su propia celda. Desde entonces empeoró su situación. No solo el pedido fue denegado sino que el jefe de unidad interna consideró que la suya había sido una denuncia que lo perjudicaba. Le dijo que, o firmaba una conformidad con las condiciones de su detención, o dispondría su traslado a Campo de Mayo. Para no ser trasladado tan lejos y verse privado del poco contacto con su familia, firmó su conformidad. Pero igual comenzó a ser privado de las pocas distracciones que podía gozar en medio de su encierro. Ya no puede salir al patio a practicar deportes o jugar al fútbol con otros presos de buena conducta, como hacía tres veces por semana, una hora cada vez. No lo dejan trabajar. Tampoco lo dejan estudiar. No lo autorizaron a tener un televisor y le negaron incluso una estufa. Para paliar el frío intenso desde entonces dormitaba de día, aprovechando que las horas son un poco más cálidas. Solo el viernes último le consintieron que los familiares le llevasen un caloventor. Para matar el tiempo, lee todo lo que puede: la Biblia, principalmente, y también alguna biografía. El resto del tiempo escucha algo de radio, informativos, un poco, y luego tango. Pese a todo, no ha perdido la fe y reza.

En estos días la Sala I de la Cámara Federal de Casación Penal, integrada por los jueces Ana María Figueroa, Diego Barroetaveña y Daniel Petrone, debe revisar el caso. Nadie espera de ellos que se atrevan a decir que todos estos juicios están viciados de injusticias, o que constituyen el mayor caso de discriminación judicial en la historia argentina. Solo que se atrevan a decir que la condena que pesa sobre Julio Flores es una ignominia. De lo que se trata es de responder una pregunta bien concreta. No si hubo maldad de uno u otro lado en aquella época. Sino si este hombre en particular, Julio Flores, merece este castigo. De la seriedad con que examinen la causa, y de su disposición a buscar la verdad, depende el destino de un hombre que está solo, aislado en una celda y olvidado por todos.