EL LATIDO DE LA CULTURA

El aula real

Ha vuelto a suceder. En medio del debate sobre una nueva suspensión de las clases presenciales en nuestro país, los maestros han quedado, una vez más, postergados. El olvido reflejo de un estado y una sociedad que les da la espalda y no los reconoce, confirma un diagnóstico bien conocido. Un problema que esta vez no tiene que ver con acuerdos salariales sino con algo mucho más profundo, complejo y sustancial. ¿Y los maestros? ¿Cómo sobrellevan esta pandemia? ¿Quién se preocupa por ellos? ¿Qué angustias y malos tragos los han atacado a lo largo de los últimos catorce meses?­

Al final de una consulta vía zoom, un alumno me deja una pregunta. Acaba de ingresar a la carrera y su promoción es la primera en haber terminado el secundario en modalidad virtual y en comenzar la facultad por la misma vía. Presencialmente no tiene clases desde noviembre de 2019 y nada parece indicar que retorne a las aulas antes del año que viene. Quiere saber si se pierde mucho haciendo una carrera a través de la pantalla. ``¿Cuánto se pierde?'', pregunta. ­

DOS VICTIMAS­­

Mi alumno y yo somos dos víctimas, dos caras de la misma moneda. Pero mi rol de profesor no me deja mostrar la herida y siento que mi obligación es responder con altura, darle aliento. Tengo dos respuestas bajo la manga. La primera es políticamente correcta, diplomática. El casette dice que los docentes hemos hecho un gran esfuerzo por readaptarnos a este nuevo contexto. Que nos capacitamos e incorporamos nuevos métodos, herramientas y estrategias para que la experiencia educativa bla, bla. 

La segunda cuenta mi verdad. Que en realidad lo que se pierde es todo. Que así no se puede. Que yo no estudié ni me formé para esto, sobre todo porque esto no es enseñar, sino otra cosa, porque enseñar responde a la figura de la mano tendida. Y esa mano no es virtual. Que el esfuerzo, el entusiasmo y la pasión no pasan a través de la pantalla. Que lo digital no tiene perfume. Que en la educación la tecnología de punta no tiene que ver con aparatos ni dispositivos sino con las técnicas que puedan desarrollar docentes y alumnos, como la creatividad, el ingenio y la mirada. Que el aula es un diálogo que queda trunco a través de la pantalla, pero no porque la voz se pixele o porque la imagen quede congelada sino porque en la educación virtual la enseñanza -al igual que esas obras teatrales filmadas- pierde su aura, su místicismo. Y pierde también el matiz del juego de entonaciones de ese actor en el que se convierte, por momentos, el profesor.­

Quiero decirle que yo también necesito de ellos, los únicos esenciales. Extraño sus bromas y discusiones, las charlas y preguntas en los pasillos, al finalizar una clase; extraño la cafetería como extensión del aula. Todas instancias que, lejos de ser meras situaciones pintorescas del oficio, constituyen encuentros vitales donde se paladea la esencia de la profesión. Todo eso se pierde, querido alumno, y esa misma perdida reseca, frivoliza y deshumaniza el sentido de la profesión de los maestros, que de tanto webinar y capacitación virtual nos sentimos alienados como telemarketers y hemos quedado aleteando en el vací0, sin lograr hacer pie. Como especímenes arrancados de su medio natural. ­

Sin embargo le respondo que hay que resistir, que es la única salida. Que quedan esos libros que nadie lo obligará a leer, los leídos por voluntad propia y por placer. Que el porcentaje que se pierde es mucho, pero que hay que cruzar esta rompiente como sea. Si lo logra, saldrá fortalecido. Solo entonces podrá dimensionar el valor de entrar a un aula real.