DESDE MI PUNTO DE VISTA

Licencia para escandalizar

Napoleón dominaba casi toda Europa, pero España controlaba los accesos al Mediterráneo. Bonaparte quería conquistar Portugal y propuso a Carlos IV, Rey de España, un acuerdo para que se le permitiera el ingreso y a cambio repartirse el botín. Entonces España posibilitó a los franceses el ingreso a su territorio y los franceses traicionaron el acuerdo. El hermano de Napoleón fue proclamado nuevo rey de España. En consecuencia, el 2 de mayo de 1808 comenzó una revuelta en Madrid contra los franceses. El 3 de mayo el ejército francés se vengó y desde la madrugada detuvo y ejecutó arbitrariamente a los españoles que se encontraban. La montaña del Príncipe Pío fue sólo uno de los lugares de los fusilamientos, pero fue el que Goya presenció.

Goya era lo que se denomina un “pintor de cámara” o “pintor de corte”. En 1799 Carlos IV le había dado el cargo. Eran artistas cuya principal función era la de realizar retrato regio, pintando al gobernante. Éste género estaba atado a normas, iconografías y recursos plásticos al servicio del decorum estipulado para pintar determinadas dignidades. ¿Se entiende la comodidad de la vida de Goya, verdad?

Pero ocurrió que Goya fue testigo de la carnicería del 3 de mayo y pintó lo que había visto esa noche como homenaje a las víctimas. Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío es una obra rupturista con la tradición de las pinturas de guerra. La escena la protagonizan cuatro grupos: los muertos brutalmente inmortalizados sobre charcos de sangre, el que está siendo fusilado, de blanco, atrayendo toda la luz de la composición, plasmado en su rostro el pánico atroz, los que aguardan resignadamente su turno y el colectivo impiadoso de los fusiladores.

Goya puso en riesgo su comodidad para denunciar la barbarie en una imagen. No estaríamos recordando esos fusilamientos anónimos y perdidos si no fuera por su obra. El cuadro de Goya no es la realidad, no hay muertos, ni sangre, ni fusiles ahí, es un óleo sobre tela de unos cuantos centímetros. Aunque parezca absurdo, vivimos tiempos en los que hay que aclararlo. Lo que presenciamos cuando vemos la obra de Goya es una alegoría, una metáfora.

Metáforas, no

Decía Ortega y Gasset que una metáfora es un procedimiento intelectual que nos permite aprehender lo que se halla más lejos de nuestra potencia conceptual, “Con lo más próximo, y lo que mejor dominamos, podemos alcanzar contacto mental con lo remoto y más arisco. Es la metáfora un suplemento a nuestro brazo intelectivo, y representa, en lógica, la caña de pescar o el fusil”. La metáforas no tienen que ser bellas ni artísticas, son sólo ese suplemento que puede ser arisco. Valen, justamente, por su potencia conceptual.

Vivimos épocas poco fértiles para las metáforas, porque en una sociedad de ofendidos y escandalizados no hay lugar para lo lacerante y lo arisco. Una sociedad que supone que si alguien se ofende tiene la razón. Para mal de los ofendidos, la realidad no es un constructo que se esfuma si lo ignoramos, va más allá de los reverenciados sentimientos. La realidad es un país repleto de pobres y olvidados, de privilegios y mentiras. Alguien eligió representar a la tragedia que causaron los privilegios argentinos con una bolsa mortuoria que simbolizaba, claramente, a quienes mueren a causa de corrupción y la mentira.

La imagen de las bolsas se viralizó por todo el mundo. Era claro que iban a molestar al kirchnerismo, campeón del doble rasero, que tiene miles de manifestaciones de idéntico o superior tenor pero que no gusta de sufrir en carne propia el escarnio que propina a los demás. Hasta acá lo esperable.

Del lado opositor o del lado no oficialista también hubo ofensa y escándalo por las bolsas. Molestó el simbolismo, la falta de sutileza, también se materializó mucha carencia de comprensión de textos. Salió a la luz una voluntad férrea de no pintar por fuera de los bordecitos. Una pretensión de elegancia y moderación subsumidas a una estética que ni es consensuada ni tiene historial de eficacia. Las bolsas mortuorias fueron una alegoría que irritó tanto a los moderados como a los interpelados, paralelismo que cabría analizar más en detalle.

Un mundo suave

En el mundo suave de la no contradicción reina la equidistancia del ni muy complaciente ni muy combativo. Pero el punto medio, a veces, rompe toda lógica. Estar de acuerdo con todos resulta imposible. En tiempos de autoritarismo, cuando las bases del orden democrático son serruchadas y pesan sobre la vida cotidiana la muerte y la miseria, demandar la segunda mejilla con superioridad moral implica un diagnóstico complejo.

Se trata de un diagnóstico según el cual, la defensa sólida de ideas y valores conlleva enfrentamientos innecesarios. A partir de esta hipótesis, es mejor mostrar con ejemplos exitosos las bondades de la propia cosmogonía en lugar de defender el ideario en el campo del debate político. La firmeza asociada con la tiranía es uno de los logros publicitarios de la izquierda que, curiosamente, sólo se aplica para las democracias liberales. Así, quienes pretenden manifestaciones blandas, moderadas, sin banderas, sin carteles, sin disfraces imaginan que van a combatir al autoritarismo blandiendo sus acolchadas propuestas.

Olvidan que los horrores históricos a los que aluden fueron posibles gracias a la actitud de los impasibles, temerosos de molestar en exceso, cuidadores de su corral de confort. ¿Acaso no tenemos la certeza del horror en Formosa? ¿Nos olvidamos de casos como los de Abigail?¿No palpamos cada día la tragedia de las empresas cerradas y de los niños privados por un año de su educación?

La pregunta es más bien sencilla, ¿a quién favorece la pasividad de una protesta que no incomode? Va a ser muy difícil cambiar un país en donde las únicas ideas que merecen respeto son las que coinciden con el oficialismo. Todo lo demás es tachado de ultra y se convierte en la mancha venenosa.

En el imperio de los sentimientos que rigen el consenso político y cultural, la verdad es un problema secundario, lo que importa es la emoción que es capaz de borrar la memoria y el deber. Personajes corruptos y viles son capaces de psicopatear con el daño que le atribuye a expresiones simbólicas cuando su accionar delictivo es bien real y palpable. Son astutos en ofenderse en virtud de una moral que ni siquiera comparten.

Por ejemplo, con la excusa del coronavirus el gobierno liberó a presos peligrosos sin ninguna explicación racional. En una segunda etapa del sinsentido, derogó el decreto que permitía a las autoridades impedir el ingreso de extranjeros con antecedentes penales. Con la misma debilidad por el bienestar delincuencial, sostuvo una cuarentena que empobreció a los ciudadanos decentes mientras favorecía usurpaciones y ponía a funcionarios políticos a defender al separatismo indigenista en el sur y para mayor abundamiento se dedicó a confiscar cargamentos de soja mientras hay provincias asoladas por el narco libradas a la buena de Dios. ¿Qué alegoría merecerían estas acciones para no molestar a los catadores de protestas? ¿Con qué elegante metáfora podremos representar los acontecimientos formoseños?

Durante un tiempo parecía que nos querían temerosos aplaudiendo desde los balcones, ahora simplemente nos quieren resignados y mudos. Y nosotros teniendo contemplaciones por si alguna alegoría performática hiere algún sentimiento. Si la política es incapaz de denunciar las violaciones a la democracia peor para ella. La verdadera ofensa está en no protestar con la suficiente firmeza y seguir actuando como si nada. El resultado es que se acepta graciosamente que la desestabilización que sufrimos va a desaparecer con unas elecciones legislativas, con esta actitud, cavamos nuestra propia tumba.

La corrección y la moderación nos ha dejado una retórica pacata y acotada. Un límite de expresión parco que validamos para los estrechos límites de nuestro marco moralizante. Hacinados en este pequeño escenario de protestas permitidas, dan envidia los hombres del pasado, como Goya que no escatimó recursos para denunciar lo que estaba mal.
Sencillamente eso.

“…Y tú, cómo quieres que siga mirando estas miserias, tenerlas permanentemente ante los ojos y no mover un dedo para ayudar.  Qué hago yo, si mi mayor preocupación es evitar que alguien se dé cuenta de que veo.  Algunos llegarán a odiarte por ver, no creas que la ceguera nos ha hecho mejores”.
José Saramago
Ensayo sobre la ceguera