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El descubridor de la fiebre amarilla: Dr. Finlay

 “No es sólo lo caminado, es haber tenido los ojos abiertos”.                                                                


Un flagelo azotó Buenos Aires en enero de 1871: la epidemia de fiebre amarilla. El primer caso se reportó el 12 de enero y en pocas semanas, se convirtió en una epidemia arrasadora.

En las últimas décadas del siglo XIX, diversos países americanos soportaban las consecuencias de esta enfermedad: México, Cuba, Uruguay, Brasil, entre ellos.

Y lo más penoso, era que se ignoraba el origen del terrible mal y con ello se dificultaba la tarea de combatirlo y más aun de erradicarlo.

Pero así como hay quien nace para crear el mal hay quien nace para combatirlo.

Un día tres de diciembre de 1833 veia la luz en Camagüey, Cuba, Carlos Finlay. Y el tres de diciembre se ha establecido como Día del Medico en muchos países americanos, incluso el nuestro, precisamente en su homenaje.

Una niñez poco saludable –tuberculosis, fiebre tifoidea- templó su espíritu y lo decidió a estudiar Medicina.

Ya recibido, Finlay, eligió dedicarse a la investigación científica.

Sentía la necesidad de llegar al fondo de las cosas. Porque “el ideal del artista es la belleza. Pero el ideal del científico es la verdad”.

Finlay trabajó inicialmente sobre el cólera, encontrando su origen en las aguas contaminadas. Pero quedaba la incógnita del gran enemigo: la fiebre amarilla, que era una enfermedad desconcertante, enigmática y hasta contradictoria en sus manifestaciones y efectos.

Enfermaba por ejemplo, a un solo miembro de una familia, eludiendo a los demás.

A veces en un barrio atacaba a los de una sola vereda y diría, caprichosamente se dirigía a otra determinada zona de la ciudad, lejos de la primera.

Ese curso errático e imprevisible que tomaba, dejaba desorientados a los investigadores.

Finlay penetró con alma y vida en el estudio del mal.

Averiguó que la fiebre amarilla había hecho ya estragos en la América tropical, aún antes de la llegada de Colón.

Al parecer, los focos principales estaban en las tierras bajas y en los puertos.

Y ¡cosa curiosa!. No había habido epidemias en lugares de más de 1300 m de altitud.

Consiguió el Dr. Finlay, sangre de distintos enfermos de ese mal.

Observando a fondo, descubrió que los glóbulos rojos de esos afectados, permanecían intactos.

Entonces pensó en un agente externo que penetraría en el torrente circulatorio del enfermo, y que extraía de su sangre la causa activa de su mal, y luego la inoculaba en una nueva víctima.

Poco a poco, comprendió que el único agente transmisor debería ser un mosquito.

Entonces atrapó y clasificó cientos de mosquitos diferentes hasta que por eliminación quedó uno sólo: el hoy llamado Aedes aegypti.

¡Qué nombrecito!.

Estudiando la historia de epidemias anteriores, comprobó que la enfermedad cobraba incremento siempre en verano y con altas temperaturas. Recordemos que la epidemia en nuestro país comenzó en enero.

Sus teorías tardaron más de 20 años en aceptarse.

Pero no desfalleció, hasta que su ideal de ayudar al hombre a un mejor destino en la tierra, pudo cristalizar.

¡Se había descubierto el origen de la fiebre amarilla!.

Luego llegaron los halagos.

Francia le otorgó la Legión de Honor.

En Cuba, su país, fue nombrado presidente de la Junta Nacional de Sanidad.

Visitó numerosos países llevando su experiencia y su consejo.

Investigaciones posteriores le permitieron ratificar su teoría inicial:

No existe el contagio entre personas en la fiebre amarilla. Sólo la picadura del mosquito, puede trasmitirla de una persona a otra.

En 1909 Filnlay, con 73 años de edad, se retira a la vida privada.

Su salud declinaba. Una intensísima tartamudez –secuela de una enfermedad infantil- lo torturaba.

Había vivido una vida de ideales y por eso pudo comprender que un solo brote de verdad, ya justificaba arar todo un desierto.

Y un 20 de agosto de 1915, a los 81 años, tras progresivos quebrantos de salud, moría el Dr. Carlos Finlay.

Honró a su patria, honró a la medicina y honró al hombre por su auténtica modestia.

Su vida y su circunstancia, hicieron nacer en mí este aforismo: “Muchos miran sin ver. Pocos ven sin mirar”.