DESDE MI PUNTO DE VISTA

Ley Micaela, el quiebre del pacto democrático

Esta semana, concretamente el 25 de noviembre, tuvo lugar en gran parte del mundo la celebración del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. En 1999, la Asamblea General de las Naciones Unidas abrazó esta fecha para sus Estados miembros dando por bueno un sintagma que se convirtió en un dogma laico indiscutible como lo fuera siglos atrás el geocentrismo: la Violencia de Género.

¿A qué se llama Violencia de Género? A “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada”. Y con esta tajante afirmación se firmaron múltiples tratados y pactos internacionales instando a “gobiernos, organizaciones internacionales y no gubernamentales a convocar actividades dirigidas a sensibilizar a la opinión pública sobre el problema de la violencia contra las mujeres”​.

En definitiva, viene a ser una violencia que se produce contra una mujer por el hecho de ser mujer y por ningún otro motivo. Se trata de una interpretación de la realidad que no tiene el menor asidero científico, no asiste a esta afirmación ningún estudio,  prueba empírica o estadística y sin embargo la imposición del concepto es la clave que puede terminar con el pacto democrático sobre el que se sustenta nuestra vida social. Ese pacto que resolvía los conflictos de forma particular, entre los individuos, como es la norma con cualquier delito. Al aceptar que todo homicidio, agresión, vejación, menosprecio o insulto hacia una mujer es violencia de género si la comete un varón lo que se está diciendo es que hay conductas que constituyen delito específico si y sólo si las lleva a cabo un colectivo especial dentro de una sociedad. Es la base filosófica del apartheid racial.

Mantra de género

Bajo esta filosofía surge la Ley Micaela que establece la “capacitación obligatoria en género y violencia de género”. Actualmente y gracias a esta ley (la 27.499) todas las personas que se desempeñan en la función pública, en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial de la Nación, más los que dependen de los gobiernos provinciales y municipales, los docentes, no docentes y alumnos universitarios y otros ingentes grupos de seres que se descuentan incapaces de distinguir entre el bien y el mal, están obligados a repetir como loros el mantra de género si no quieren que les ocurra lo siguiente:

Art. 8° - Las personas que se negaren sin justa causa a realizar las capacitaciones previstas en la presente ley serán intimadas en forma fehaciente por la autoridad de aplicación a través y de conformidad con el organismo de que se trate. El incumplimiento de dicha intimación será considerado falta grave dando lugar a la sanción disciplinaria pertinente, siendo posible hacer pública la negativa a participar en la capacitación en la página web del Instituto Nacional de las Mujeres.

¿Se entiende esto? En el país donde se prohíbe el registro de violadores, se amenaza a los ciudadanos que se nieguen a ser adoctrinados en la perspectiva de género, con formar parte de un listado público de ofensores de un dogma sagrado. Cursar el adoctrinamiento Micaela es obligatorio también para estudiar o para obtener un título. La presion del lobby feminista va logrando que cada vez más instituciones y empresas se sumen a la liturgia incomprobable.

Curiosamente Micaela García, la entrerriana de 21 años asesinada en el año 2017 en cuyo honor se nombra a la ley, fue víctima de Sebastián Wagner, un violador serial que debería haber estado preso de por vida, pena máxima a la que se oponen los movimientos de la izquierda feminista como se oponen al registro público de estos chacales. En el presupuesto ideológico de la Ley Micaela, su asesino es Wagner pero sólo como representante del colectivo masculino que ejerce sistemáticamente una violencia estructural contra las mujeres. Una relación de fuerzas sociales que va más allá de los individuos como Wagner. Un engranaje conspirativo que los varones no controlan y del cual pueden ser tanto víctimas como agresores. 

Voltereta

Este planteamiento sostiene que la violencia estructural contra las mujeres tiene su origen en la desigualdad y la injusticia social. La voltereta no es absurda ya que intenta trasladar la relación entre hombres y mujeres al esquema marxista de la lucha de clases, de suerte tal que no tiene lógica cargar contra ellos (los violadores) como individuos, ya que son sólo piezas de una maquinaria que los condiciona y oprime. Cada vez que el feminismo tiene que defender a un violador que sale de sus filas utiliza el mismo hilo argumentativo. Los hombres, todos, (volvemos a la filosofía apartheid) son agentes de una estructura social machista. Son culpables todos porque son agentes de un proceso social que les viene dado. Así, la estructura social es la que sustenta la violencia de todos los hombres y no su responsabilidad individual. O sea, estimados, que no es necesario que los hombres actúen con violencia para que lo sean. Están al horno.

Ahora bien, quienes se han opuesto y han objetado el adoctrinamiento de la ley Micaela han sido señalados como negacionistas. Otros pilares fundacionales de nuestro pacto democrático caen aquí por tierra: los derechos a la libertad de pensamiento, de culto, de trabajo, a la privacidad y a la no discriminación. Cuando las promotoras de la doctrina de género dicen: “nos están matando”, establecen que existe un colectivo hombres que se dedica a atentar sistemáticamente contra las mujeres porque odia, simplemente, esa condición. ¡Mas discriminación que eso, difícil eh!

Las leyes de violencia de género atentan contra el principio fundamental de la democracia liberal: la igualdad ante la ley. La ley Micaela es un adoctrinamiento vil que viola este principio al establecer el delito de autor, una aberración que se suponía extinta pero que en nuestro Congreso encontró eco. Gracias a la Ley Micaela se obliga a los ciudadanos a repetir que toda relación hombre/mujer es una relación de poder asimétrico en donde el varón somete estructuralmente a la mujer. A esta quimera la llaman: El Heteropatriarcado.

La religión de la violencia de género no es inocente dado que sirve para meter a la política en el ámbito privado politizando, claro está, relaciones y vínculos. El ahínco con que el totalitarismo pretende adoctrinar a todos los ciudadanos en todos los ámbitos posibles es muy funcional. Si terminamos dando por cierto que la raíz de todos nuestros problemas anida en la violencia estructural machista, no habrá más remedio que invadir la intimidad de los sujetos para erradicarla (como siempre, por nuestro bien). 

El concepto es la estrella más fulgurante de la ingeniería social porque es el puntapié inicial para la transformación de toda la sociedad. Todo el aparato cultural y educativo acepta este extravío sin chistar. La ministra de educación de CABA, injustamente atacada por mostrar la realidad del sector sindical docente es, a su vez, una promotora de la perspectiva de género, idea tan nefasta como los militantes que se ensañaron con ella. Se trata de una verdad revelada que nadie quiere desmentir.

Machismo encubierto

Que una característica biológica (el sexo en este caso) sirva para adjudicar derechos, privilegios o, por caso, segregar a las personas no es sólo un error politico. Ofrecer créditos, subsidios y acciones de discriminación positiva es volver sobre lo peor del machismo de siglos atrás al considerar que la mujer es el sexo débil, vaya paradoja. Tristemente, determina una visión lúgubre del futuro de la mujer esa sociedad soñada y diseñada por el feminismo ya que se asienta sobre la idea de que da igual lo que se haga, no hay salida para las pobrecitas. El Estado, mal que les pese, es por definición un tutor sólidamente asentado en la asimetría estructural de roles. ¡Más Estado, más patriarcado! Una mueca soez del destino. 

Va de suyo que nunca ninguna deconstrucción será suficiente y la formación continua jamás dará los frutos pretendidos. Es necesario que se cree un ejército de zombies repitiendo sin sesgos de duda el dogma de género para transformar la sociedad, y eso… eso es mucha plata. La Ley Micaela es la cantera de donde surgieron redes de asociaciones que dan contenido a la norma para que “amplíen la voz de las mujeres”. 

La instalación del dogma de la violencia de género no es gratis y se riega con dinero público. El proyecto de Presupuesto 2021 contempla un gasto total de 1,3 billón para distintas áreas de gobierno que llevan adelante políticas de género. La desproporción con lo que se destina a salud, educación o seguridad habla a las claras del poder de los nuevos Torquemadas. El tongo de género se va a llevar el 15,2 % del total del presupuesto, 3,4 % del PIB argentino. Se entiende por qué los promotores se aferran al constructo de género con los colmillos y acusan de “negacionista” a quien ose cortarles el grifo. La Ley Micaela posibilita una intrincada agencia de colocaciones, paraguas para la gran familia feminista. 

Pecado mortal

El drama del adoctrinamiento en las aulas, es mucho más profundo que una foto de Cristina Fernandez en un manual escolar y será potenciado de forma procaz por la Ley Micaela que apoyaron por igual todas las fuerzas políticas. Recordemos que contradecirla es pecado mortal, de suerte tal que ya no existirá la libertad de cátedra ni de investigación en cuestiones de “género”. Para dar clases y para recibirse primero las personas deben hincarse ante esa escritura sagrada. Es confuso porque esta atmósfera de imposición mata el espíritu de debate abierto de la ciencia. La educación tiene, en este siglo, temas prohibidos, áreas que están vedadas y en las que aventurarse es un riesgo. No se contentan con monopolizar el debate, los inquisidores del género directamente lo anulan. En la Universidad de Buenos Aires hasta los porteros tienen que aprobar su cursito de género. 

Cuando la segregación y la censura salen del corazón de las mismas instituciones que deben alentar la investigación y la discusión, es necesario reconocer, de nuevo, que el pacto democrático está muriendo.

La eclosión de observatorios, fundaciones y organismos internacionales dedicados a “luchar contra las violencias” son un incentivo de doble filo. Por un lado, porque son una máquina expendedora de negociados. Se alienta el fomento a las investigaciones de la problemática de género en las que las conclusiones están estipuladas de antemano. Se crean todo tipo de actividades culturales ridículas porque como nunca “el medio es el mensaje”. Pero por el otro (y mucho más grave), porque los líderes políticos se sienten obligados a suscribir el dogma ideológico aunque no lo compartan. Es carísimo políticamente, sustraerse a la dimensión internacional de las religión de género y entonces casi no surgen propuestas políticas que vayan contra esta ideología. La potente cultura de la cancelación no descansa jamás.

La Ley Micaela representa la claudicación de los valores liberales y persigue lo que es imposible: la seguridad absoluta. El mundo es malvado y lo es para todos. Las carradas de dineros volcados a las leyes de género no han obtenido resultados porque el diagnóstico es falaz y porque no era la seguridad de las mujeres lo que pretendían sino su tutela. No hay un sexo bueno y otro malo, como no hay uno fuerte y otro débil. La fuerza, la voluntad, la valentía y la bondad; al igual que la maldad, el sadismo y la imbecilidad están repartidos (afortunadamente) de forma igualitaria entre hombres y mujeres. La hermenéutica de género logró un dislate temerario: la Ley Micaela que tiñe todo con un estigma de género ve a cada paso una agresión de lo maculino hacia lo femenino. Semejante fanatismo es el definitivo quiebre de nuestro pacto democrático.