"EL INFINITO EN UN JUNCO" SE TRANSFORMO EN UN IMPENSADO EXITO EDITORIAL EN ESPAÑA

La aventura de los libros

El ensayo de la filóloga Irene Vallejo cuenta la historia de la lectura en el mundo grecolatino. Su gran virtud está en la mezcla de erudición con pasajes narrativos y destellos de prosa poética.

Este libro ameno y erudito logró en España lo que pocos consiguen en el aluvión del mercado literario: convertirse en un impensado éxito que fascinó a críticos y vendió cifras de asombro para el tema que trata. Porque El infinito en un junco es un libro que habla sobre otros libros, sobre la lectura en el mundo clásico y las formas primitivas que hace milenios encontraron los lectores para entregarse a su placer (o su vicio) favorito.

Entre su publicación a fines de 2019 y el mes de agosto pasado había vendido unos 50.000 ejemplares, un recorrido notable si se recuerda que por varios meses de este año las cuarentenas obligaron a cerrar las librerías de la península ibérica. Con la reapertura volvieron las ventas inimaginables.

Sus editores anunciaron entonces la impresión de otros 100.000 ejemplares y la firma de contratos de traducción a 26 idiomas. También se multiplicaron los comentarios elogiosos de lectores comunes y de grandes plumas. Mario Vargas Llosa, Alberto Manguel, Carlos García Gual o Luis Landero, entre otros, se rindieron al encanto de sus páginas. A comienzos de noviembre fue galardonado con el Premio Nacional de Ensayo en España. Y semanas atrás pudo ser impreso y distribuido en la Argentina merced a un acuerdo entre Siruela y Grupal.

CUESTION DE TONO

¿Cómo fue posible la hazaña? Buena parte del mérito está en el tono. El infinito en un junco podría haber sido un aburrido tratado académico, pero la doctora en Filología Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) eligió contar la historia de los libros en el mundo grecolatino como si se tratara de una novela de aventuras o de detectives, a la que recubrió de misterio y de cierta sensualidad. 

El ensayo se abre con una escena imaginaria (misteriosos jinetes lanzados entre nubes de polvo a recorrer los confines de la civilización helénica) que sitúa a los lectores en el tiempo de los Ptolomeos.

Esos díscolos herederos de las conquistas de Alejandro Magno, hechizados por la ambiciosa vocación de reunir todos los libros para la formidable Biblioteca de Alejandría, la única que de verdad pudo soñar con convertirse en la borgeana "biblioteca total".

A partir de entonces se alternan pasajes narrativos con otros más propios del ensayo de divulgación. Unos y otros están intercalados por recuerdos, impresiones, comentarios o divagaciones personales que la autora salpica en dosis justas, sin excederse nunca en la autoreferencialidad. La intención, dijo al diario El País de Madrid, fue combinar a Montaigne con Las mil y una noches, la reflexión íntima y las "historias que se enredan con otras historias". Landero fue más preciso en su definición al afirmar que se trataba de un "ensayo de aventuras".

Con una prosa ligera, hospitalaria, libre de poses o vanidades y sólo aquejada por unas mínimas concesiones a la corrección política, Vallejo va trazando la historia de los libros en la antigüedad en una sucesión de capítulos breves (los más largos tienen dos o tres páginas como máximo) que, siguiendo una línea más o menos cronológica, se desplazan de tema o de época sin que los saltos parezcan forzados ni abruptos.

La autora recuerda que los egipcios empezaron usando juncos para fabricar hojas destinadas a la escritura en el tercer milenio antes de Cristo. Antes, en Mesopotamia, los libros eran tablas de arcilla. Después del papiro apareció el pergamino (los llama "caligrafía sobre la piel" porque se producían con cuero de animales). En cuanto al formato, a partir del siglo I el códice, un libro de páginas, empieza a reemplazar al rollo. Será el antepasado más cercano de nuestros actuales volúmenes.

En paralelo a la secuencia de los libros, se esboza también una secuencia sobre la escritura. El principio estuvo en las narraciones orales. La Ilíada y la Odisea se encontraban en "el territorio fronterizo entre la oralidad y el nuevo mundo". El paso de aquel mundo oral a la poesía fue a través del lenguaje rítmico. La escritura floreció con la aparición del alfabeto fenicio, matriz de todos los que vendrían después. Vallejo no ahorra epítetos para referirse a esa invención, que a su juicio engendró una tecnología más revolucionaria que la mismísima Internet.

Cada tanto, con gesto irónico y curioso, el relato se demora en personajes célebres o ignotos que ilustran un momento histórico determinado. Por ejemplo, exhuma a Demetrio de Talero, inventor del oficio de bibliotecario, que se inspiró en Aristóteles (gran coleccionista de libros) para ordenar la monumental Biblioteca de Alejandría. O Aristófanes de Bizancio, un memorioso jurado de concursos literarios que detectaba plagios entre los competidores alejandrinos. O el primer "fan" literario de la historia: Gades, un hispano obsesionado con el historiador Tito Livio a comienzos del siglo I (viajó hasta Roma para verlo pero, abrumado por la situación, no se animó a saludarlo).

No faltan nombres famosos en ese registro. Hesíodo fue el primer escritor en salir del anonimato. "Quizá podría decirse que es el primer individuo de Europa", apunta Vallejo. Heráclito inaugura la escritura críptica. "Con él -señala- empieza la literatura difícil, en la que el lector debe esforzarse por arrebatarle el significado a las frases". Luego se detiene en Ovidio, autor talentoso y de éxito, y también un protofeminista ya que fue "el primer escritor que prestó atención singularizada a sus lectoras".

La autora insiste en una idea que hoy cuesta tener presente: antes de la imprenta, cada libro era único, todos eran objetos artesanales. Por eso el comercio de libros era muy limitado en la Antigüedad clásica. Si bien poseemos más información referida a la época romana, ese comercio ya existía en la antigua Grecia.

De la mano de este proceso ocurrió un hito indiscutido: el nacimiento del lector anónimo, hecho acaecido entre los siglos I antes de Cristo y I después de Cristo. Hasta entonces el círculo de lectores se restringía a personas conocidas, identificables. El mercado era muy reducido. Vallejo lo explica: "Hoy podría resultar triste publicar un libro que sólo leerán parientes y amigos; para los romanos, en cambio, era la situación más habitual, segura y confortable".

El auge de Roma perfeccionó la suerte de globalización cultural que se había iniciado con la era helenística a caballo de la expansión imperial del gran macedonio. Ese espíritu había inspirado la creación de la Biblioteca y el Museo de Alejandría. Los romanos siguieron por esa senda, con algunos reparos. Sentían admiración por los griegos, con los que competían pero a los que no dudaban en imitar. También sufrían de un cierto sentimiento de inferioridad. Vallejo compara ese contraste entre romanos y griegos con el que en los siglos XIX y comienzos del XX separaba a los "bárbaros" norteamericanos de los europeos "civilizados", tema esencial en las novelas de Henry James.

El afán didáctico de Vallejo la empuja a caminar por los desfiladeros siempre peligrosos del anacronismo y la ucronía. Debe agradecerse la moderación con la que emprende esas excursiones a través de siglos y hasta milenios en el intento por hacer más comprensibles los temas que aborda. Así, Hesíodo fue "un lejano abuelo de Annie Ernaux o Emmanuel Carrere". Del indescifrable Heráclito derivan los alambicados Proust y Faulkner. Si habla de la transición de las narraciones orales a la escritura, lo enlaza con la discutida concesión del Nobel de Literatura para Bob Dylan en 2016. Bromea: "Un Nobel para la oralidad. Qué antiguo puede llegar a ser el futuro".

Placer, aventura, sensualidad, peligro, viaje. En este ensayo luminoso todos esos vocablos se emplean como sinónimos del libro y la lectura. Guiada por una lúcida emoción, la autora supo comunicar con ingenio y destellos poéticos ese antiguo fervor que ha unido a los lectores en todas las épocas y en todos los lugares. 

Es la interminable procesión de letras y palabras que describe en este párrafo, síntesis de su estilo: "El alfabeto de mi infancia, el que me observa ahora mismo desde las hileras oscuras del teclado de mi ordenador, es una constelación de letras errantes que los fenicios embarcaron en sus naves. Surcaron el mar rumbo a Grecia, luego navegaron hacia Sicilia, buscaron las colinas y los olivares de la actual Toscana, merodearon por el Lacio y, de mano en mano, fueron cambiando hasta alcanzar el trazo que hoy acarician mis dedos".