Algunas reflexiones ante el insólito impacto emocional que ha tenido la enfermedad en la población planetaria

La pandemia y el optimismo con pies de barro

POR RUBEN PERETO RIVAS *

Además de un ingente número de muertos, el covid-19 dejará una serie de experiencias sobre las que vale la pena reflexionar. Entre otras cosas, llama la atención el impacto emocional que ha producido en la población mundial, alentado en muchos casos por políticos y gobernantes que utilizan un discurso según el cual estaríamos atravesando una situación inédita en toda la historia de la humanidad. Lo cierto es que no hace falta remontarse a la peste de Justiniano del siglo VI o a la de San Carlos en el XVI. Hace cincuenta años la humanidad sufrió la pandemia del H3N2, que dejó un millón de muertos, y hace sesenta años la de la gripe asiática que dejó un número semejante de fatalidades.

¿Por qué, entonces, en aquellas ocasiones recientes el mundo no entró en el estado convulsivo en que se encuentra ahora? O bien, ¿por qué en la pandemia de 2020 el mundo ha reaccionado de un modo tan brutal y drástico ante la aparición de un virus, aún a costa de destruir su economía y ocasionar de ese modo muchas más muertes que las producidas por el patógeno?

Las razones son muchas, y van desde lo estrictamente epidemiológico hasta lo político. Pero me interesa señalar una que corre el riesgo de pasar desapercibida y que, sin embargo, es indicadora de algunas debilidades que la humanidad ha adquirido en las últimas décadas.

PRESUNTA MADUREZ

Luego de la Segunda Guerra Mundial el mundo entero comenzó a transitar un lento pero sostenido camino hacia un optimismo no siempre justificado. Hasta la iglesia católica, conservadora por naturaleza, convocó a un concilio universal en los "60 a fin de abrir sus ventanas para airearse y recibir al hombre nuevo que se avecinaba. Parecía, en efecto, que el hombre había llegado finalmente a un estado de madurez que lo ubicaba muy por encima de todos sus antepasados. Si el fin de la Guerra Fría dio un fuerte envión a este impulso, la caída del régimen soviético transformó a buena parte del globo a partir de los "90 en una suerte de universal estado de bienestar. En el mundo occidental, el hombre, como nunca antes, podía vivir con un desmesurado confort, buenos salarios y una seguridad social que le permitía el acceso a la salud y a generosas pensiones a lo largo de una prolongada vejez.

El frenesí de los avances tecnológicos aumentó la sensación que los límites que imponía la naturaleza habían sido vencidos: la expectativa de vida aumentaba, se podía viajar con facilidad y rapidez de un continente a otro y las comunicaciones superaban aún lo imaginable. El hombre se constituyó incluso en dador de la vida y la muerte, eliminando a sus congéneres indeseables antes de que nacieran o cuando ya habían vivido demasiado, invocando en todos los casos -proezas de la retórica-, razones humanitarias.
El consumo, por otro lado, había excedido ampliamente su cometido inicial de subsanar las necesidades naturales para transformarse en el habitual proveedor de la felicidad, o en un ruidoso sustituto capaz de abotagar las conciencias.

La muerte, aunque no había sido vencida, había sido ocultada. Las costumbre sociales eliminaban los periodos de duelo y las empresas fúnebres eliminaban los cadáveres con las cremaciones. Los velatorios se acortaban o desaparecían, e incluso los funerales, aún los religiosos, adaptaban sus discursos y ahora consistían en "celebrar la vida" del difunto. Una simple estrategia narrativa para disimular la tragedia de la muerte.

La pandemia del coronavirus ha venido a recordar al hombre contemporáneo su finitud. Quien ha puesto al mundo de rodillas no ha sido una invasión de poderosos extraterrestres; ha sido un simple y sencillo microorganismo. Más allá de su origen y de su mecanismo de contagio e infección, el virus nos ha recordado de un modo feroz nuestra fragilidad, que es mucho mayor y actual de lo que pensábamos.
La pandemia tomó por sorpresa al mundo, y no solamente porque sus sistemas de salud no estuvieran preparados para enfrentarla, sino y sobre todo, porque nadie esperaba un baldazo de agua fría de esta naturaleza, que vino a arruinar las ilusiones de un mundo feliz. El soma del consumismo masivo al que nos habíamos hecho adictos perdió gran parte de su efectividad. Los hombres de 1968, cuando atravesaron su pandemia, tenían aún fresco en la memoria el recuerdo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, y aún de la Primera, que había sido peor. Los hombres de todas las épocas sabían que las tragedias y catástrofes forman parte de la vida. Para ellos eran habituales las muertes frecuentes y prematuras debido a los escasos avances de la medicina, y las plagas, guerras, hambrunas o inviernos inclementes se amontonaban en su memoria personal o social. El hombre contemporáneo perdió esos recuerdos y, cuando pugnaban por volver, los rechazaba con fuerza. Se embriagó de optimismo. Pero el coronavirus nos ha demostrado, para nuestro estupor, que ese optimismo tiene pies de barro.

* El autor es profesor de la Universidad Nacional de Cuyo, investigador del Conicet y científico invitado de la Universidad de Oxford