Descalificación de la muerte

La sociedad occidental se empeña, desde hace un tiempo, en descalificar a la muerte. O, tal vez, sea mejor decir que busca diluir la realidad de la muerte hasta convertirla en palabra vacía y olvidada. 

En concordancia con ello surge, vital e intenso, el culto a la juventud permanente. Cual si se tratara de la alquímica búsqueda de la Fuente de Juvencia que asegure la inmortalidad. Pero no es así. Lo único que se busca es producir máscaras. Engañosas, capaces de exhibir hacia fuera aquello de lo que se carece por dentro. El mejor cirujano plástico unido al conjunto de las más –supuestamente– eficientes cremas para embellecer la piel podrán, en el mejor de los casos, generar una “imagen juvenil”; pero nunca dotarán a quien recurra a esas técnicas a tener las características de esa juventud que ya trascurrió.

Tanto anhelo por mostrarse joven –bien instalada por el materialismo consumista– oculta la vana ilusión de triunfar sobre el paso de la vida y la consecuente llegada de la muerte que –hoy por hoy– provoca, por lo usual, un miedo aterrador.

Hay otro aspecto a considerar. Es el siguiente. Perseguir la obtención de una permanente figura externa juvenil implica anclarse en un momento de la vida. Un “no pasar de allí.” Precisamente lo contrario de aquello que enseñó Platón al hacerle comentar a Diotima que es a través de cada cambio de nuestra vida que conseguimos experimentar un poco de inmortalidad. Y es claro que lo que enriquece a cada persona es el buen aprovechamiento de cada uno de esos ciclos que constituyen una real existencia humana. 

Hoy el sistema imperante propone lo opuesto. La inmovilización en el tiempo primaveral de la juventud. Algo muy cercano a lo que Carl G. Jung denominó Arquetipo del Niño Eterno. Lo cual viene asociado a otra descalificación: la de la ancianidad.

El anciano ya no es un sabio venerable al que se puede recurrir ante la duda o los interrogantes que la vida adolescente y juvenil genera. 

La ancianidad es un período deleznable al que se asocia con soledades prolongadas en residencias geriátricas junto a todo tipo de tecnología médica que prolonga la vida.

Este terror a tomar consciencia de la muerte, a tenerla presente no como freno sino cual motivador de búsquedas, creatividad y realizaciones, como estuvo ocurriendo durante siglos y siglos, sólo puede tener una razón. Es la del vacío existencial imperante. No hay proyecto trascendente de vida en la gran mayoría de los humanos hoy. En general ni siquiera hay un proyecto que vaya más allá de la posesión de ciertos objetos que – de acuerdo a la machacante publicidad – con su tenencia se habrá de alcanzar la soñada felicidad; nunca obtenida de ese modo, por cierto.

Este vacío existencial, que lleva a tan desproporcionada avidez por los objetos materiales, ha sido incrementado merced a ciertas propuestas cientificistas que afirman que la persona humana sólo es el resultado de un conjunto de reacciones físicas y químicas. No siendo nosotros más que materia queda definido que nada pervive tras la muerte y, por lo tanto, lo único que tiene sentido es intentar pasarla lo mejor posible mientras esos procesos físicoquímicos siguen aconteciendo. 
Del alma inmortal y del espíritu, nada. Absolutamente nada.

Exactamente lo contrario de lo que –desde el comienzo de la Humanidad– ocurrió en todos los tiempos y culturas donde la idea de que algo continúa tras desencarnar estuvo presente.

No estará de más concluir recordando lo expresado por Carl Gustav Jung al señalar que –por alguna razón aún no esclarecida por la Ciencia– el psiquismo humano se comporta como si fuera inmortal.