Evelyn Waugh escribió este libro entre 1934 y 1935, en homenaje al colegio jesuita de la Universidad de Oxford (Campion Hall) y al padre Martin D"Arcy SJ, quien años antes lo había orientado en su conversión al catolicismo. Aunque es una obra inusual en su producción, el retrato que hace del mártir inglés contiene vibrantes pasajes narrativos y una atinada prospección histórica, válida para los católicos de todos los tiempos, a partir de las crueles persecuciones de la época isabelina.
En el prefacio a la edición estadounidense Waugh explicó que no se había propuesto escribir una biografía erudita de San Edmundo Campion (1540-1581), sino "escoger los hechos que impactarían por su importancia a un novelista, y ponerlos en un relato que, espero, pueda resultar legible". Podemos afirmar que logró ese propósito, y que lo hizo con el dominio del idioma inglés que es habitual en todos sus libros, y con su típico estilo tenso, compacto, preciso, que dice más cuando parece decir menos.
Pasada la mitad del siglo XVI, Campion era una de las luminarias intelectuales de Oxford. Tenía por delante un futuro promisorio en la Inglaterra de la reina Isabel, siempre que no profesara la fe católica de sus mayores. El docto orador había aceptado esa transacción hasta el punto de ser ordenado diácono por la iglesia anglicana. Pero una duda moral, más que teológica, agitaba su alma. Como le ocurriría a Newman tres siglos más tarde, el estudio de los Padres de la Iglesia empezó a socavar ante sus ojos el fundamento mismo del anglicanismo. No podía, escribió Waugh, "encontrar probable que la verdad, oculta al mundo por quince siglos, se le hubiera revelado de súbito en los últimos años a un grupo de ingleses importantes".
Con todo, la vuelta al redil no fue inmediata. Campion meditó por años si podría llevar una vida honorable siendo un católico tibio en un reino hereje. Esa salida conformista, que desde luego hubiera favorecido su carrera académica, al final la descartó no sin un hondo conflicto interior. "Sólo en lentas etapas - observó Waugh- se le reveló... cuán completo era el sacrificio que se le pedía". Dios lo llamaba a la conversión genuina, a la santidad y al martirio, no al triunfo mundano.
Alejado de Oxford, emigrado a Irlanda y luego al continente, donde ingresó en el seminario de Douai, Campion sintió pronto la vocación por misionar, tan contradictoria con su pasada vida de hombre erudito y libresco. Se vio impelido a dejar "el púlpito y la sala de lectura" para sumergirse "en un mundo de violencia". Viajó a Roma para ingresar en la Compañía de Jesús y ser ordenado sacerdote. Después de un tiempo en Viena y Praga, fue convocado en 1580 para integrar la tan ansiada misión a Inglaterra, que sería despachada para bregar allí por la "preservación y el aumento de la fe de los católicos".
Waugh relata con gran elocuencia esa última parte de la vida de Campion. El misionero había vuelvo a un país en el que las misas debían celebrarse en secreto, donde por ley se buscaba proscribir y arruinar, con fuertes multas, a la comunidad católica superviviente, y en el que la gran mayoría de los fieles, decía el biógrafo, era forzada a la sumisión o la indigencia. A ese pueblo arrinconado que se debatía entre la apostasía y la conspiración, Campion y los otros sacerdotes jesuitas iban a ofrecerles "con su ejemplo, una tercera solución sobrenatural". "Traían con ellos -escribió Waugh-, aparte de su dignidad sacerdotal y del credo antiguo e indestructible, un espíritu por completo nuevo cuyo tipo es Campion: la hidalguía de Lepanto y la poesía de La Mancha, leve, tierna, generosa y ardiente".
Fue un año arduo. Los misioneros vivían a salto de mata en su afán por llevar los sacramentos a una feligresía oprimida. Debían viajar de manera constante, sin poder quedarse más de una noche en ningún lugar (aunque harían excepciones fatídicas). Estaban obligados a cambiar de ropa y de montura, a dormir en escondites en las casas y celebrar misa temerosos por la delación de algún "informante" de la corona. Pero la persecución no había atenuado el fervor de los fieles. Más bien todo lo contrario. "Los católicos -destacó Waugh- ya no escogían a su capellán por la velocidad con la que decía la misa, ni ocultaban a su Bocaccio entre las tapas del misal. Empujada a la vida de las catacumbas, la Iglesia estaba recobrando su temperamento".
A mediados de 1581 un "cazador de sacerdotes" facilitó la captura de Campion. Allí empezó su ordalía. Fue encarcelado en la Torre de Londres, sometido varias veces a despiadados tormentos, presionado para que abjurara y retirara las tesis incluidas en el tratado de las Diez razones contra la herejía protestante, por último acusado de delitos endebles e insustanciales. Condenado a muerte, lo ahorcaron la lluviosa mañana del 1 de diciembre de 1581 en Tyburn. En sus últimas palabras llegó a decir: "Al condenarnos condenan a sus propios antepasados, a todos los antiguos sacerdotes, obispos y reyes, a todo lo que antaño fue la gloria de Inglaterra, isla de santos, y la hija más devota de la sede de Pedro".
En 1946, cuando escribió el prefacio para la edición estadounidense del libro, Waugh (1903-1966) advertía que el mundo de ese año, el del comienzo de la guerra fría, estaba en mejores condiciones para comprender el martirio de San Edmundo Campion que la más tolerante era victoriana. Tal vez lo mismo pueda decirse de este desquiciado 2020. Con otras excusas la "guerra interminable" a la fe continúa y promete intensificarse. Waugh lo advirtió así: "El sacerdote cazado, atrapado, asesinado, de nuevo está entre nosotros, y la voz de Campion nos llega a través de los siglos como si estuviera caminando a nuestro lado".