UN MIRADA DIFERENTE

El país descubrió que tiene más de mil villas

Cada tanto Argentina redescubre sus pobres y su miseria. Los políticos se arrojan cifras y culpas por la cabeza, las fotos y titulares de los diarios son conmovedores, la iglesia pronuncia homilías fulminantes los gobernantes se enojan, la UCA publica estadísticas más o menos sesgadas, los mercenarios de los derechos humanos hacen alegatos reclamando soluciones urgentes. A veces las cifras se ocultan infantilmente, como en el último mandato de Fernández de Kirchner, a veces entran en una sinusoide histérica que cambia a diario, como en el gobierno de Macri, que terminó devolviendo la pobreza que recibió, otras se desbordan, como ahora los contagios en el gobierno de Fernández (de Kirchner). El miedo de tener que aislar esos barrios destrozó la lógica de la cuarentena e hizo decir sandeces a Axel Kicillof, que no necesita incentivos para ello.

No hay campaña electoral que no prometa eliminar el hambre, (la promesa más fácil) la indigencia o la pobreza. No hay gobierno que no agregue planes, subsidios, jubilaciones, pensiones,  AUH y otras dádivas. O que no sostenga que la única salida es la educación, ni administración que no recurra a controles de precios de algún tipo, empezando por el del dólar. Ni faltan las reformas impositivas en nombre de “los más desprotegidos” ni saqueos al sistema de jubilación en nombre de la equidad y la justicia social; cuando no leyes de alquileres para favorecer a “los que menos tienen”. Los más audaces proponen cambios copernicanos por DNU para lograr una sociedad más justa, como Alberto Fernández, o un “nuevo contrato social” como vocea la familia Kirchner. (Contrato de prepo que llevaría sólo la firma de la parte que recibe, no de la parte aportante)

Pandemonio cuarentenal

El estallido del virus en algunas villas hizo redescubrir la marginalidad, empezando por el estado, autor si no de la pandemia, del pandemonio cuarentenal. No se entiende muy bien la sorpresa en lo sanitario. Un gobierno de científicos debió prever que inexorablemente, como lo hizo el narco antes, el virus se enseñorearía en los asentamientos. 

Tampoco en lo político es aceptable la pretendida sorpresa. Los políticos conocen muy bien la situación de las villas. Cosecharon allí el mejor material para su populismo, su clientelismo, su corrupción y su pacto narco. Usan esa masa simultáneamente explosiva y sumisa como insumo base de su demagogia y como excusa multiuso con la que justifican sus tropelías. Sobre todo, la mantienen en la ignorancia, la deseducación y el analfabetismo funcional deliberadamente, por omisión, por incapacidad o por ideología, o por todo ello junto.

El presidente acaba de viajar a Formosa, una provincia-miseria, paupérrima y olvidada, gobernada hace 40 años por su partido y hace 25 años por su amigo y correligionario Gildo Insfrán, acaso el más nefasto de todos los políticos con vida. En un abrazo boca a boca, Fernández dijo que venía a poner de pie a la provincia. Una ofensa a la inteligencia de los argentinos, de alguien que cree que está hablando en la intimidad de un comité de hace 60 años y que nadie más registrará su palabra. Que según él tiene un gran valor. 

El hambre, la indigencia, la pobreza y la miseria, cuando se choca con ellas al entrar en una villa, (o en un hospital o una escuela) o cuando se ve a alguien que come de un contenedor, o a un niño prostituyéndose en el Obelisco, deja de ser un número y se transforma en un profundo dolor. Nadie puede abstraerse de ello, ni transformarlo en un juego de grandes números. De modo que sólo se puede coincidir en la necesidad de luchar contra esos flagelos hasta su extinción. 

En lo que sí se puede discrepar, y fuertemente, es en el modo de lograrlo. O, más exactamente, en el modo de no lograrlo. Como dice San Agustín, “buscad lo que buscáis, pero no lo hallaréis donde lo buscáis”. Desde la depresión de 1930 hasta hoy, la receta para luchar contra la pobreza ha sido siempre la misma. Hasta el denostado Proceso de 1976 controló el tipo de cambio, puso controles de precios y entrometió al estado todavía más en la economía.

El resultado del repetido mecanismo aplicado con distintos nombres y excusas por convicción, conveniencia, corrupción, intereses, ideología, prejuicios, limitación técnica, falta de coraje, demagogia, populismo, electoralismo u otras razones, es este país en el que menos de 8 millones de personas mantienen a 25 millones que cobran del estado. Cifra pre-pandemonio, que aumentará violentamente. Un país en default permanente, que estafa no sólo a sus acreedores sino a sus ciudadanos con inflación, impuestos, regulaciones, retenciones, tipo de cambio falso, desempleo estructural, destrucción del sistema productivo. Un país que no tiene un tamaño de economía que permita vivir con dignidad a 45 millones de habitantes. 

En tales condiciones, la grieta es insalvable e insoldable. La lucha entre los que producen y los que los ordeñan es terminal, con los 8 millones reduciéndose día a día hasta extinguirse. (Se suele argumentar que en este cálculo no se incluye el trabajo en negro, pero es un espejismo) La mezcla entre la sensibilidad y el buenismo popular, el fascismo proteccionista estatista que rige desde el golpe que derrocara a Yrigoyen, el socialismo predicado en los medios y las universidades, (en primaria y secundaria también, feliz hallazgo de Perón copiado por sus más mediocres herederos) el populismo electoralista de los partidos, el sistema de punteros, intendentes y gobernadores mafiosos, rematado por una justicia venal y por una Corte siempre cobarde, llevaron a un concepto unificador, que se aplica una y otra vez, y que se va a aplicar nuevamente ahora: el inmediatismo. 

El inmediatismo, sea por urgencia, por desesperación, por imprevisión, porque fracasan los anteriores inmediatismos, o porque los medios, la sociedad, la iglesia o los entes burocráticos globales lo demandan, como demandan el simplismo de una cuarentena que matará a cientos de miles. La marginalidad y la pobreza son tan duras, que cuando se redescubre justifica una solución instantánea. Un sueldo para todos, un subsidio para todos, un control de precios para que no haya inflación, un tipo de cambio encepado para que no se dispare el dólar. 

Más inmediatismo

Muestras del inmediatismo son el impuesto a los patrimonios de los exitosos que sobreviven, la prohibición de despidos que funden a todas las Pyme, la prohibición en diversos grados de importar, la baja de las exportaciones, las amenazas de estatización a veces concretadas, desabastecimiento. El estado reacciona subsidiando sus propios errores, atizando más el fuego. 

En etapas finales, cuando ya no sabe que hacer, el gobernante habla de inequidad, de un país justo, (recordar el penoso Justicialismo de Perón) de la redistribución de la riqueza, y finaliza provocando el odio al que todavía exhibe una pizca de riqueza. La disolución está, entonces, a un paso. 

La única alternativa que ha bajado la pobreza consistentemente ha sido y es el capitalismo, cuya culminación fue la globalización. Eso se prueba con todas las series, las estadísticas y los resultados empíricos en un siglo. No hay casos de éxito, ni de generación de riqueza, ni de reducción de la pobreza que se haya sostenido en el tiempo bajo el socialismo.  En cuanto a la desigualdad, los países menos desiguales suelen los más pobres, porque la riqueza no existe. Mal puede haber desigualdad.  Justamente el capitalismo y la globalización rompieron esos esquemas de pobreza absoluta en India, China, aún en África. 

Por supuesto, el capitalismo no ofrece la instantaneidad que ofrece el populismo o progresismo, porque requiere esfuerzos previos para obtener ciertos logros e individuos seguros de sí mismos, mejor educados, con vocación de ahorro, la otra cara de la inversión, madre del empleo. Meritocracia, descalificaría Fernández. 

¿Y cómo resuelve el progresismo la ecuación de la educación?: aprobando a todos y matando la excelencia, para que no haya exclusiones. La equidad perfecta. Cero desigualdad, cero autoestima, cero conocimiento. El ingrediente secreto de la esclavitud. 

La globalización capitalista - cuya desaparición imploran muchos como bonus colateral de las cuarentenas - al incorporar a la economía universal a cientos de millones de protagonistas, emprendedores, inversores, trabajadores, obligó a competir a los factores que ya participaban de ella. Por eso los gritos de proteccionismo de los empresarios y sindicalistas son tan fuertes. Por la auténtica redistribución de la riqueza que creo la globalización, que, nuevamente, es capitalismo puro. 

Los políticos que quieren ganar elecciones tienden a recoger esos lamentos o a provocarlos. Facilismo que lleva a las sociedades otra vez al círculo vicioso descripto. Y a ellos al poder. El resultado es un feudalismo democrático con burócratas que prometen redistribuir todo, sin entender que ese “todo” es cada vez más pequeño. 

El capitalismo, en definitiva, nada más que la resultante del liberalismo y la ética protestante aplicados, no encuentra la forma electoral de luchar contra la instantaneidad milagrosa del populismo, mucho menos en países como Argentina, donde la demagogia es ya parte de la idiosincrasia. Tal vez no la encuentre nunca, por más persuasión que utilice, porque tanto la educación, como los medios de todo tipo y la masa popular, carecen de la vocación, la voluntad y la grandeza como para construir cualquier cosa desde abajo para arriba. Por eso sólo cavan pozos. 

Es posible argumentar que esto mismo pasa en cierto grado en muchos países. Pero no serán esos los países, las sociedades ni los ciudadanos que logren el bienestar o una mejor calidad de vida. Mientras tanto, es democráticamente posible seguir insistiendo una y otra vez en la solución mágica e instantánea. Alberto Fernández, por caso, está por sufrir su nuevo contraste social.