Enrique Banchs: el más noble y puro poeta lírico de nuestra literatura

 

 

Por Antonio Requeni


Si poesía lírica es la que expresa un sentimiento amoroso y las emociones más íntimas del autor, debemos reconocer que Enrique Banchs es, cronológicamente, con sus cien sonetos de "La Urna", el primero, así como el más noble y puro poeta lírico de nuestra literatura.
Nació el 8 de febrero de 1888 en una antigua casa de la calle San Juan al 1100, demolida junto con otras para dar lugar a los estudios del Canal 13 de televisión. Allí ocurrió su infancia y una adolescencia con una temprana curiosidad por la gran literatura universal que frecuentaba con el aprendizaje de varios idiomas y otras disciplinas como la botánica y la astronomía. Siempre como autodidacta.

Provenía de una familia con ancestros catalanes y vascos franceses, y debió trabajar desde muy joven. A los 16 años ingresó al diario La Prensa como ascensorista y ciclista. Una tarde, el entonces director Ezequiel Paz, observó a aquel muchacho delgado y discreto que después de cumplir su horario de trabajo se quedaba horas en el segundo piso, donde funcionaba la biblioteca antes de ser trasladada al subsuelo. Ezequiel Paz lo retiró del ascensor y lo llevó consigo como secretario. Con los años, Banchs fue redactor del diario, donde creó la sección "Para leer al hermanito", primer suplemento infantil publicado por un diario argentino. Para esta sección escribió muchos cuentos firmados con los seudónimos Olive, Lloret y Spring, entre otros. Simultáneamente fue redactor y luego director de "El Monitor de la Educación Común", revista del Consejo Nacional de Educación.

Después de jubilarse se desempeñó varios años como editorialista y asesor del suplemento literario de La Prensa, donde redactaba comentarios de libros firmados con el seudónimo Ismael Fuentes H. o con la iniciales de esos nombres. Fue entonces cuando lo conocí. Su trate era afabilísimo y más de una vez se demoró, generosamente, para hablarme de la Buenos Aires de sus años juveniles. En una ocasión me contó que cuando trabajaba como ascensorista hizo a pie, durante varios meses, el trayecto desde su casa, en la calle San Juan, hasta el diario, en la Avenida de Mayo, y con los centavos que ahorró en los boletos de tranvía le compró a su madre un reloj que ella deseaba.

Si me he detenido en la adolescencia del poeta es porque en ella no está solamente la promesa, el germen de su obra, sino su futuro más acendrado, ya que sus únicos libros publicados corresponden, precisamente, a esa primera etapa de su juventud, después de la misma no quiso que se reeditaran ni volvió a publicar libro alguno hasta su muerte, ocurrida el 16 de junio de 1968, pocos meses después de haber alcanzado los 80 años.

Editorialmente hablando, su vida literaria duró menos de un quinquenio. En 1907 publicó "Las Barcas"; en 1908 "El libro de los elogios"; en 1909 "El cascabel del halcón", y en 1911 "La urna". Estos cuatro libros vieron la luz entre los 19 y los 23 años del autor, pero el dilatado periodo de silencio que va de 1911 hasta su muerte (una especie de suicidio verbal) no logró hacer olvidar la fundamental significación de su obra en el panorama de nuestras letras.

Enrique Banchs fue uno de los poetas que mejor asumió en su obra el carácter sentimental y pudoroso del argentino o el porteño, como lo insinuó Borges. Aunque sus poemas carezcan de alusiones al color local o ellas sean, en todo caso, muy indirectas, está presente en sus versos el espíritu romántico, la ternura varonil, el sesgo intimista que caracterizó a un vasto sector de nuestra poesía, como lo señaló el crítico español Federico de Onís. La poesía de Banchs tuvo además el mérito de dar un acento contemporáneo a las formas clásicas de la poesía tradicional.

No podemos decir que el soneto de Rubén Darío, inspirado en los parnasianos franceses; los "Sonetos medicinales" de Almafuerte, o los cargados de pintoresquismo costumbrista de Carriego, tengan relación, fuera de su aspecto exterior, con los escritos por Petrarca o Garcilaso. Los sonetos de Banchs sí.
Nuestro poeta, que en los versos de "El cascabel del halcón" había abrevado en las fuentes de la poesía española y provenzal, recuperó en "La urna", su último libro, las esencias más puras del soneto italiano y español, pero lo suyo no fue imitación o pasatiempo. El joven poeta ofreció una joya nueva en el antiguo cofre. Leopoldo Lugones opinó: "Banchs es poeta porque tiene los dones esenciales: idea y emoción simultánea, razón poética, encanto, interés y, desde luego, originalidad, el más precioso de los dones". Y Borges definió "La urna" como "obra impar en la poesía castellana de este siglo". Además, en su último libro, "Los conjurados", Borges dedicó un soneto a Banchs, ese "hombre gris", al que "la equívoca fortuna/ hizo que una mujer no lo quisiera".

En los sonetos de "La urna", donde se alude con intensidad y delicadeza a una desventura amorosa, caben asimismo todos los matices del sentimiento como escribió Angel Mazzei: "Son cien piezas traspasadas de emoción y al mismo tiempo contenidas en su ternura, señoriales en el tema, en el ademán que las une, de tan extremada pureza expresiva que puede decirse que en ellas alcanza la lengua el número exacto, la cadencia justa, la impresión de vitalidad interna, atemporal, como rasgo distintivo de lo clásico, o sea de lo que uno su destino al de la clase humana".

En alguna oportunidad me pregunté por la razón del título, "La urna". Tal vez, Banchs lo eligió porque en ese libro guardaba, metafóricamente, las cenizas de un amor frustrado o imposible. Borges escribió que La urna "es el libro poético más alto que haya producido nuestra lengua en este siglo", y agregó: "Está hecho de lugares comunes: el ruiseñor, la noche, las estrellas, la desdicha del amar y no ser amado, pero en el fondo de los lugares comunes existe la eternidad de la literatura".

Hay quienes opinan que la mujer de "La urna" sólo existió en la imaginación del autor. Resulta difícil aceptarlo, pero así me lo aseguró Marta, la hija del poeta, y lo sugiere también Estela Dos Santos en el fascículo de "Capítulo" de "Historia de la Literatura Argentina" dedicado a Enrique Banchs.
En la antigua biblioteca de La Prensa, donde Alfredo Bianchi descubrió al joven Banchs y se lo presentó a quien sería su primer editor, Roberto F. Giusti, éste diría que Banchs fue la primera gran revelación de la poesía argentina del siglo XX.

En el segundo piso de La Prensa, donde funcionaba el suplemento literario, conversé con el poeta en más de una ocasión. En una oportunidad deslicé, tímidamente, una alusión a su silencio. Banchs, su habitual sonrisa, entre recatada y cordial, me comentó lo que generalmente respondía: "Ahora me dedico a cultivar flores".

Lo recuerdo alto, aunque algo encorvado por la edad, y muy delgado. Tengo presente el movimiento elegante de sus manos, su calvicie abacial, de monje benedictino, y su rostro tranquilo, bondadoso, como el de quien, después de haber sufrido, ha conquistado la serenidad. Había en su sonrisa, además, un leve dejo de ironía, esa sutil exteriorización del espíritu que suele darse en los seres inteligentes y sensibles.
¿Existía alguna lógica en la decisión de reemplazar la vocación literaria por la floricultura? ¿Su silencio fue un gesto de pudor nacido del desaliento? ¿Desilusión de la vida, de la poesía, de sí mismo? ¿Hubo un drama íntimo?
La incógnita de su silencio sigue todavía en pie.
La duda persiste aún después del diálogo que mantuvo meses antes de morir con David Martínez, oportunidad en que le aseguró: "No tengo páginas inéditas". No era verdad. Su hija Marta me mostró un sobre de papel madera, cerrado, con abundante contenido, donde estaba escrita con trazos gruesos la palabra "Destruir". ¿Por qué no lo destruyó él mismo? Igual al caso de Kafka. Recuerdo que insté a Marta a no obedecer el mandato paterno y decidir, en un testamento, que el sobre se abriera dentro de 50 o 100 años, pero no destruirlo. Marta murió y no sé qué se habrá hecho del sobre.

El 16 de junio de 1968 vi por última vez a Enrique Banchs en su casa de Zapiola 950, a la que se había mudado dos años antes. El poeta estaba acostado, plácido, con la cabeza ligeramente ladeada, como si escuchara una música, la música de su definitivo silencio. Después taparon el ataúd y lo acompañamos a la Recoleta. Antes de dejarlo solo se oyeron algunas palabras de despedida, unas trémulas y emotivas y otras huecas y vanas, como casi siempre sucede en esos casos. Al salir del cementerio, mientras caminaba junto al poeta Oscar Hermes Villordo, que lo había despedido en nombre de La Prensa, le dije que el espíritu de Banchs estaría ya, seguramente, en "ese cielo azul", junto a "esa nube blanca", que el poeta había cantado en unos de sus versos casi mágicos, de tan simples. Esa alusión despertó en mi amigo el recuerdo de otros de los versos de Banchs. Y empezó a recitarlos: "Entra la aurora en el jardín, despierta/como es su deber mágico dan flores/hospitalario y fiel en su reflejo".
Así seguimos varias cuadras, acompañados por la felicidad de unas palabras que el admirado maestro había escrito, hacía muchos años. Entonces tuve la certeza de que, a pesar del propio Banchs, su poesía se había impuesto ya, para siempre, al silencio y al olvido.