El arte del "pequeño filósofo"

Periodista, autor prolífico y comentarista eximio de los clásicos y del paisaje de España, Azorín (seudónimo de José Martínez Ruiz, 1874-1967) fue el mejor representante de lo que él mismo llamó la "generación del 98". Se trataba de aquella tendencia literaria integrada por escritores que, en la frontera entre el siglo XIX y XX, se habían propuesto liberar al idioma español de sus desbordes retóricos y renovar sus temas y obsesiones.

Azorín encontró su estilo -frases breves, párrafos cortos, vocabulario erudito y algo arcaico- en la descripción de los pueblitos desolados de su patria y en el constante rumiar de los clásicos de la literatura española. Escribió decenas de libros (La ruta de Don Quijote, Al margen de los clásicos, Castilla, Madrid, Clásicos y modernos, Los pueblos) que nacieron como notas periodísticas que se leían con fruición a ambos lados del Atlántico y que en nuestro país publicaba La Prensa, como evoca el artículo principal de esta página.

Todos ellos están señalados por un personal uso del pretérito perfecto (verdadero sello del autor) pensado para congelar el paso del tiempo, acaso el gran enemigo de su temperamento como artista. Por eso se dice que fue un escritor estático: Ortega y Gasset, uno de sus críticos más perspicaces, observó que el arte de Azorín "es un ensayo de salvar el mundo, al mundo inquieto que properante va hacia su propia destrucción". De ahí que fuera mal novelista (en sus tramas no pasa gran cosa) y en cambio brillara en el rescate de algún poetastro olvidado del Siglo de Oro o en el retrato de un villorio somnoliento de Castilla.

En sus páginas falta el ruido y la furia del mundo y de la carne, y sobra la lectura atenta, el husmear entre volúmenes polvorientos, la cita erudita. La de Azorín, escribió Alfonso Reyes a modo de gentil reparo, es una interpretación de la vida "olvidadiza del fondo fisiológico y bruto de la conducta humana". Carencia que Ramón Gómez de la Serna, agudo biógrafo, detectaba también en el temperamento mismo del autor, tan pasivo y quieto como sus libros.

Pero esas falencias no opacan el encanto de la obra azoriniana. Aunque ya olvidada pese al rescate de impensados defensores como Mario Vargas Llosa, sus virtudes aparecen apenas la vista recorre los libritos que aun hoy pueden conseguirse en cualquier librería de viejo porteña, en las recordadas ediciones de la Colección Austral. Están en ese peculiar regodeo con el idioma y la etimología, en el arte sutil de sus descripciones y en el tono general de nostalgia por un tiempo y unas gentes, en España y el mundo, que ya no volverán. El "pequeño filósofo" siempre tan modesto y sensible a lo exiguo de la vida, sigue dudando como ayer antes de "estampar en el papel los minúsculos acontecimientos de su vida prosaica.".