200 años después (I)

La ausencia de Estado

Por Esecé

Una de las cuestiones centrales del debate público en el primer centenario de la Revolución de Mayo fue la de la nacionalidad. Cien años más tarde la discusión debería girar en torno al papel del Estado, cuya progresiva desaparición ha tenido consecuencias catastróficas para el desarrollo del país, la vigencia del estado de derecho y la convivencia social. Han desaparecido al mismo tiempo el orden y la seguridad públicas, el estado de derecho y la seguridad jurídica, retrotrayendo las condiciones de vida del ciudadano medio a las del "estado de naturaleza" que describió Thomas Hobbes.

Así como en 1810 la idea de una nueva nación fue sinónimo de independencia del poder español y de republicanismo, en 1910 la discusión giró en torno del nacionalismo, idea que marcó a fuego la política del siglo XX. La primacía de la cuestión nacional fue consecuencia del aluvión inmigratorio y de la moda ideológica del momento. El nacionalismo constituyó en el siglo pasado el motor principal de las dos guerras más sangrientas del Historia. En la Argentina se pretendió fundar la unidad política del país sobre la falsa noción de la existencia de una comunidad humana esencial previa al Estado y determinada por una identidad adaptable a cualquier régimen político. Sus pilares eran la raza, la lengua y la religión católica.

Al poner el "ser nacional" por encima de cualquier otra consideración se estimularon comportamientos retrógrados y las peores formas de chauvinismo, tribalismo e intolerancia, mientras se relegaban valores como el apego a la ley, al orden y las instituciones, básicos para la democracia y el progreso económico y social. La caida libre inciada después de la dictadura militar nacionalista de 1943, plataforma de lanzamiento del peronismo, constituye una prueba inapelable de esa trágica conjunción de premisas erróneas y conductas tan patológicas como persistentes.

Con la entronización del populismo a mediados de los 40 se difundió una mentalidad muy poco sensible al valor de la legalidad, mientras la fuerza política hegemónica era refractaria al estado de derecho, que sustituyó por una relación paternalista entre el líder y la masa, típicamente antimoderna. De manera paradójica la estatización por esos años de grandes sectores de la economía -como el energético o el de los servicios públicos- difundió la errónea suposición de que el Estado se fortalecía cuando ocurría lo contrario. Finalmente la organización política de las masas desembocó en autoritarismo, discrecionlidad, abuso de poder e ilegalidad. Los posteriores y efímeros liderazgos políticos del mismo cuño insistieron en manipular el poder y vaciar las instituciones.

Esto fue posible por la demogagia de los dirigentes y un muy débil sentido de la ciudadanía. Por la hipertrofia de los derechos y la negativa a reconocer obligaciones. Pero el desafío de la modernidad exige que las instituciones funcionen y para salir de su larga postración es indispensable que el Estado vuelva a cumplir sus funciones básicas: justicia, educación, seguridad. Es menos relevante que busque petróleo que obligue a todos a cumplir la ley.