POR JOSÉ LUIS MILIA
Oscar Wilde, con su característico cinismo, afirmaba que el periodismo justificaba su existencia mediante el principio darwiniano de la supervivencia del más vulgar. En Argentina, la supervivencia de muchos periodistas no se debió tanto a su posible vulgaridad como al hecho de llevar en sus glúteos, al igual que políticos, maestros y obispos, la marca de El perro Verbitsky
La entusiasta adhesión al relato oficial, obra maestra de El perro, que se consolidó a partir de 2003, los convirtió en accionistas de una franquicia política y económica que acaparó recursos cruciales y monopolizó el acceso a la información, e hizo que se convirtieran en agentes de una Gestapo del pensamiento que censuraba cualquier desviación del relato, administrando un control moral que decidía quiénes eran las víctimas y quiénes los victimarios.
Durante años, Larrabure e Ibarzabal no existieron para ellos. Los soldaditos de Manchalá y Formosa eran meras anécdotas de tierra adentro, y las bombas, secuestros y asesinatos de civiles, policías y militares se reducían a crónicas policiales. Su visión de la historia se limitaba a una única perspectiva. En 1983, fueron parteros de una nueva historieta oficial: la sangrienta dictadura, una fábula que, al alcanzar la mayoría de edad en 2003, sirvió para ocultar el saqueo más grande que haya sufrido la república.
Embretados en los límites de la mentira oficial, la mayoría de los periodistas argentinos se vieron obligados a llevar una relación caricaturesca con dos palabras: “represor” y “genocidio”.
Centrémonos en el uso que de la palabra “represor” hacía este periodismo. Era esta un amuleto mágico en el relato único, obviamente, siempre referida a los uniformados que combatieron el terrorismo. No importaba que muchos de ellos arrastraran más años de prisión preventiva sin juicio del que el código procesal prescribe. Al igual que los políticos, habían decretado que la presunción de inocencia no corre para militares, gendarmes o policías.
El miedo o la venalidad ha llevado a los periodistas argentinos a prescindir de las definiciones de la Real Academia Española sobre el adjetivo “represor” y el verbo “reprimir”. Quizás porque creían que su conciencia se acallaba si acudían al Pequeño Zaffaroni Ilustrado, que define reprimir como: “Atacar a bastonazos, la policía a la multitud, disparar balas de goma y lanzar gases lacrimógenos, generalmente de manera feroz, desmedida e injusta”.
Y luego está la palabra que duele en cada sílaba: “genocidio”. Todos sabemos que es un término antiguo como la guerra. Sin embargo, considerando la magnitud de atrocidades como los dos millones de armenios asesinados por los turcos entre 1915 y 1923, la Shoah con sus seis millones de judíos masacrados por los nazis, o el Holodomor en Ucrania con sus cuatro millones y medio de campesinos asesinados por los bolcheviques, afirmar que la muerte o la desaparición de 8.961 facinerosos que intentaban asaltar la república constituye un genocidio es, en realidad, una falacia desde cualquier perspectiva.
Estos son las dos palabras en las que se basan los argumentos que- en su lamentable mediocridad intelectual o, peor aún, por una acción mercenaria destinada a confundir a la sociedad- ha enarbolado el periodismo argentino durante años; fundamentos espurios que, en su cobardía, refrendó la misma sociedad argentina que en los setenta pedía muerte vil para los terroristas.