El latido de la cultura

El noble oficio de la tiza

De todas las acepciones y etimologías vinculadas con la educación me quedo con lo que algunos países limítrofes entienden por enseñar. No se trata de una acepción del verbo ligada a las aulas, sino simplemente al acto de `enseñar algo' como sinónimo de `mostrar'. Una madre le pide a su hijo que le enseñe sus manos (las manos, cuando se enseñan) o un niño que le pide a su amigo que éste le enseñe su nueva bicicleta. Me gusta esa lectura desacralizada del verbo. Lo acerca, lo vuelve humilde, lo baja de pedestales y tarimas, de las obsecuencia de algunos discursos. No responde a las etimologías que tanto resuenan en profesorados y centros de formación docente. Algunas inflexiones y usos de algunos verbos van cargados de sentidos subterráneos que redefinen y nos llevan al replanteo de cosas que hacemos todos los días.

Por eso, ya sea en el nivel inicial, en la Primaria, la Secundaria o la Universidad, un maestro ni profesa ni profetiza: enseña. Muestra. No lo hace de cualquier manera. Su mostrar está dotado de capacidad de servicio, de una carga de afectividad y de búsqueda de la empatía. No se trata de la voluntad de que el otro simplemente comprenda. Enseñar no se reduce a eso sino más bien al deseo genuino de que el alumno, a través de los sentidos, conozca. Lo cual es muy distinto. Ese maestro mostrador ignora qué se modificará en el interior de su interlocutor, pero esa fe lo empuja: la de saber que algo -cuya entidad ignora-, tal vez cambie en el otro y lo modifique.

 

Lo mejor aula es aquella que se convierte en un campo de maniobras, en un ensayo comprometido en un taller al que se debe asistir con ropa de trabajo, dispuestos tanto profesores como alumnos a engrasarse de pies a cabeza.­

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CURIOSIDAD­

Tampoco enseña el maestro algo que conoce sino algo que nunca termina de conocer. Esa distancia le produce la sensación de cada vez saber menos a la vez que su curiosidad se incrementa. La curiosidad, pienso, ese país en el que a veces alumnos y maestros se encuentran.­

"Cuando enseño, no enseño algo que yo sé, sino algo que amo, que admiro y no comprendo del todo'', repetía el maestro de actores y dramaturgo Augusto Fernándes.­

Hace poco, en una reunión de profesores, un académico y colega hizo una confesión. Después de décadas dirigiendo proyectos doctorales y maestrías, sentía un profundo desconocimiento hacia su linea de investigación. Dijo que a pesar del estudio, cada vez sabía menos. Al principio su planteo me pareció ridículo pero enseguida me hice la idea que tenía cierta lógica. La academia dura y pura puede mandar al conocimiento y a la teoría al congelador. Si el Doctor olvida al profesor, puede caer fácilmente en el onanismo intelectual. Esa forma de traducción que implica la transferencia y el contacto con otros -no colegas sino alumnos de carne y hueso- vivifica y humaniza el saber. No lo vuelve práctico, lo vuelve vital.­

A veces a un profesor le puede suceder lo mismo que a esas personas que al dar indicaciones de cómo llegar a un lugar se dan cuenta de que ellos mismos están perdidos. Huir no debiera ser una opción. Ese escenario, al contrario, debiera ser una casa. El mejor atajo es perderse.­

Misterios, todo ellos, que atraviesan lo que de sagrado hay en el noble oficio de la tiza.­