Acuarelas porteñas

Epílogo carnal (III y final)

El regreso democrático de los 70, vino acompañado por nuevos desafíos para el ícono carnal porteño. La Cabaña, comenzó a sufrir los disensos de los descendientes del fundador, que buscaban nuevas oportunidades de negocios en el rubro. La extensión de franquicias permitió a la mítica parrilla nacional, abrir locales en Nueva York, como señaló en su comentario un lector, pero además Miami, y Los Ángeles, en la costa oeste, se sumaron a la aventura con suerte diversa.

También las incursiones en Londres y Roma tuvieron éxito dispar. El tío Armando prefirió priorizar la excelencia del servicio local. Para tal fin, convocó a otro integrante del clan, uno de los doce hermanos que contaba con un bien ganado prestigio como chef: el tío Raúl. Tras su experiencia en lugares de la talla de Maxim´s, Cipriani y varios hoteles locales de primera línea, atravesaba momentos de angustia económica tras un divorcio complicado.

Experto en cocina internacional, junto a un atinado manejo del menú de carnes, el nuevo chef comenzó a destacarse. Como era previsible, por la hipersensibilidad vascuence que genéticamente ha marcado a la familia, algún disenso ocasional motivó el conflicto entre los hermanos, que no volvieron a hablarse.

En esa época, como novel cronista de La Razón, tras mis clases matinales de abogacía, hacia una visita estratégica a La Cabaña, antes de entrar al diario. Era recibido siempre con algún bife de chorizo, o plato sofisticado, y por la generosa amabilidad de mis tíos, que mantenían el mutismo entre ellos. Armando, ya cercano al retiro, comenzó a delegar funciones y finalmente en los tempranos 80 decidió radicarse en Tucumán, donde conoció a una docente retirada que hizo más agradable su nueva condición. Poco después, Raúl también se jubiló, instalado en un departamento de Congreso. La deriva de La Cabaña culminó con su cierre en 1996. Tras algunos años sin actividad, el magnate James Sherwood, dueño de la marca Orient Express de viajes y turismo, entre otras inversiones, y asiduo concurrente, buscó revivir el mítico lugar de Buenos Aires, como lo había hecho previamente con el no menos memorable complejo ferroviario. Sherwood la compró, y en uno de sus miles de contenedores marítimos guardó todo menos el asado: el nombre, los cueros, los muebles y hasta el novillo Polled Hereford embalsamado. Después de siete años, y una inversión de seis millones de dólares, La Cabaña se reinauguró, ahora en Rodríguez Peña, entre Posadas y Alvear, corazón de Recoleta.

"Esta carne no existe en Europa. Realmente, la carne de los animales engordados a pasto es fantástica. La vieja Cabaña trabajó por casi 70 años, esperamos nosotros intentarlo otro poco", afirmaba Sherwood mirando los espacios de su local, pasando la vista sobre unos ponchos, por los cuadros de Molina Campos, y deteniendo su atención por un momento en las llamas del asador, esas que iban dorando el mejor producto de nuestro campo. Aquellos bifes que siempre son una bienvenida para quienes gustan volver a la Argentina. La crisis del nuevo siglo, con el aplaudido default puntano, y la sangrienta represión previa, fueron cruciales para el nuevo cierre del lugar. Un grupo de inversores nacionales tomó la posta en 2005, en busca de reverdecer laureles, ubicando al local en un punto estratégico de Puerto Madero, donde aún se encuentra buscando resistir el desahucio definitivo ante esta "nueva realidad" pandémica. Lo seguro es que no volverán los duendes seducidos por sus brasas, aquellas luminarias de todo orden que no pasaban por Buenos Aires sin visitarla, ni el espíritu transgresor de los artistas del Di Tella, frecuentes comensales, entre ellos el recordado Federico Manuel Peralta Ramos, que expuso un premiado bife descomunal en la muestra "El arte y la gastronomía" (hotel Plaza-1984). Esa "obra de arte" que se consume cada vez menos en la ciudad.