Con Perdón de la Palabra­

¡Cuanta ignoranza!­

A fines de 1990 publiqué yo, en La Prensa, una de las mejores notas que he escrito. Regresaba de un viaje a Europa y volqué en ella las impresiones recogidas cierto día en Roma. Cedo a la tentación de repetirla,  resumida, para ofrecerla a mis lectores actuales:­

"...buscábamos un lugar adecuado para almorzar, en el Trastévere. Apretaba el calor, de modo que caminábamos por la estrecha faja de sombra que los aleros proyectaban sobre las veredas angostas. El sol suscitaba contrastes en la infinita gama de ocres que se funden en el ocre de Roma. La ropa tendida embanderaba los balcones celebrándo domésticos fastos. Y, sobre las azoteas, algún pino itálico abría su paraguas vegetal contra el azul del cielo viejo.

Pues bien, en aquel mediodía buscaba yo un ángulo favorable para registrar el panorama en una fotografía oportuna. En eso estaba, forzada la postura, tirado sobre la nuca mi sombrerito para poder enfilar el ojo derecho con el visor, cuando apareció un borracho caminando por el medio de la calzada.

La tranca de aquel hombre era evidente, pues avanzaba con pasos vacilantes, empuñada una botella en su mano izquierda. 

Pasó el borracho a mi lado. Y, desde la altura de su sabiduría secular, mirándome con el desprecio con que Petronio hubiera mirado a un prisionero ostrogodo, con un algo de conmiseración resignada y otro poco de desdén inapelable, dijo al pasar el borracho romano: `¡Cuánta ignoranza!'­

Aunque el comentario me estaba dirigido, no obstante ser yo el destinatario obligado del mismo, aquel borracho sapiente ni se dignó mirarme. Pasó con la vista perdida en todos los ocres que conforman el ocre romano, en el azul del cielo viejo, en sus cavilaciones profundas, en sus sueños rotos, quizá en las imágenes de una Historia cuyo peso sentía sobre las espaldas sin saber que lo llevaba a cuestas. ­

`¡Quánta ignoranza!', dijo el borracho al pasar a mi lado. Y, en mi asumida condición de turista irredento, sabiendo yo que encarnaba la barbarie atribuida al extranjero, al recién llegado, al petulante incursor de un mundo demasiado jóven, comprendí que aquel hombre tenía razón. Pese a mis pretensiones literarias y pese a cierto número de lecturas. Pese a mi título profesional  y a mis clases impartidas en la universidad. Soy sin duda un ignorante, comparado con la sabiduría intransferible de ese borracho romano, tal vez analfabeto, que caminaba dando tumbos bajo el sol implacable del Trastévere. 

Después de almorzar, ese día, visitamos una iglesia de la zona, pródiga en bellos mosaicos. Y allí, disfrutando de la fresca penumbra, tirado en uno de los últimos bancos, hallé de nuevo al borracho durmiendo su mona seráfica. Sus ronquidos acompasados indicaban que era el suyo un sueño plácido, propio de quien se encuentra a sus anchas en un sitio, consciente de no ser allí un intruso. Y aumentó mi consideración a su respecto, mientras crecía la convicción relativa a mis propias limitaciones, a mi barbarie, en fin, a mi ignorancia. ­

¡Salud, venerable curda, cuyas espaldas soportaban el peso de la Historia!­