El milagro de Maradona
¿Hizo mal el gobierno de Alberto Fernández al organizar el último adiós a Diego Maradona en la Casa de Gobierno? ¿Fue un intento de manipular el sentimiento colectivo?
En 1986, Maradona y el equipo argentino festejaron el logro del campeonato mundial de México desde los balcones de la Casa Rosada. ¿Estaba usufructuando el doctor Raúl Alfonsín la felicidad nacional por aquel logro?
Hasta el miércoles 25 al mediodía, cuando empezó a trascender la noticia de su muerte, la figura de Diego Maradona era un campo de batalla en el que disputaban fieramente los que lo amaban y lo aceptaban sin beneficio de inventario, los que lo despreciaban y censuraban como modelo de lo incorregible, lo descontrolado y lo políticamente incorrecto, y una extensa masa moderada predispuesta a separar al jugador -indiscutible- de la persona -cuestionada por sus atrevimientos, sus excesos, sus desbordes y hasta por los daños autoinfligidos. Aunque tamizadas por la dimensión futbolística, las opiniones sobre Maradona parecían regidas por la lógica de la grieta.
A diferencia de otros deportistas excepcionales, la opinión sobre Maradona parecía condenada a no alcanzar nunca nada cercano a la unanimidad. Ni Juan Manuel Fangio, ni Emanuel Ginóbili, ni Guillermo Vilas, por citar tres grandes astros en sus respectivos deportes, provocaron las resistencias que Maradona consiguió despertar en muchos, inclusive en todo un sector que no le escatimaba elogios como futbolista.
Mirando más allá de la Argentina, un personaje como Michael Jordan -un genio basquetbol mundial comparable en lo suyo a Maradona- apenas ha sido rozado por las críticas; más allá de sus méritos deportivos, se lo enaltece como arquetipo, se festeja su equilibrio, su elegancia, su vida familiar tranquila (apenas dos esposas en su vida), su perfil bajo. Es un personaje ejemplar sin contraindicaciones, de digestión tranquila.
Esos orígenes -Villa Fiorito, el conurbano- y esa actitud son elementos constituyentes de la grieta que lo enmarcó y en la que él intervino sin inhibiciones: para tirios y troyanos él fue una expresión -no ideológica, sino existencial- de la tradición peronista, de los cabecitas negras de los orígenes, de las resistencias posteriores, de la voluntad de prosperar y exhibir esa prosperidad, de custodiar la propia autonomía, de desconfiar del orden instituido y de los límites impuestos.
LA REVANCHA
Los dos goles que marcó contra Inglaterra en el Mundial de 1986 sintetizaron en pocos minutos esas distintas facetas de su figura: la joya que se convirtió en el mejor tanto de la historia de los mundiales y el atrevimiento de la mano de Dios, una travesura justiciera, resarcimiento simbólico a cuatro años de la caída de Malvinas, una revancha por las buenas y por las malas.
Actúa como un héroe de la reivindicación nacional y sabe hacerlo también como el héroe individual que sortea con sagacidad o con prepotencia de trabajo los límites que amenazan su libertad.
Su paso por el Nápoli fue otra gesta maradoniana: comandó allí la reconquista del orgullo napolitano, vapuleado hasta entonces -no sólo en el fútbol- por la Italia del Norte, que consideraba denigratoriamente a Nápoles parte de Africa. Las hazañas del crack se difunden siempre mezcladas con historias menos edificantes, con sustancias equívocas: el oro no se descubre amonedado.
Maradona sigue su trayectoria, su derrotero si se quiere. Héroe desmejorado, cada vez se ve más lejos de la pelota. Sin embargo, las mismas tecnologías que difunden sus desdichas reproducen sus grandes batallas pasadas en los campos de juego, sus obras de arte; y nuevas generaciones ven en imágenes la tradición oral que les transmitían sus mayores. No sólo en Argentina o en Nápoles, sino en el mundo.
Maradona es famoso tal como es, tal como quiso ser: por su arte y por su existencia, por sus adversidades, sus amores y sus enfrentamientos. Por su pasión y por sus errores. Como dijo George Steiner,
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