Diego, un imán de todas las miradas

Trato de comer pero no puedo tragar. Hago zapping. No tengo hambre pero me llaman del diario y pienso que tengo que tener algo en la panza además de un nudo, para llegar hasta la noche con fuerza. Acaba de morir el fútbol. O gran parte de lo que para mí fue, es y será el fútbol. Mi pasión, el deporte que me marcó la vida desde mi infancia. El motivo por el que estudié periodismo deportivo es el fútbol. Uno de los motivos que me llevó hacia esta profesión y que, al día de hoy, me sirve para alimentar a mi familia. La noticia que tantas veces imaginamos en las redacciones, en las charlas con amigos, finalmente ocurrió. Se murió che. Y con él se murió gran parte del fútbol.

Es un día difícil de un mes complicado de un año de mierda. Y de pronto llega el dato y van y vienen los recuerdos. Y de todos ellos, y de lo que cuenta Oscar Ruggeri en la TV ahora o los que repasa su amigo Daniel Arcucci, me quedo más con las imágenes de Diego jugando. Jugando a jugar a la pelota. Ni siquiera compitiendo. Elijo lo visual, me quedo con lo estético, con la armonía de lo imposible hecho posible, solo por su magia. Claro que también recuerdo con una sonrisa los gritos de gol en el 86 y en el 90, pero más que nada lo veo en mi mente haciendo jueguitos, malabares, magia. Me quedo con el artista único del fútbol, inconmensurable, el mejor de todos, de todos los tiempos.

Embelesaba verlo. Solo verlo haciendo lo que hacía como nadie. Para mi observarlo con la pelota en los pies, con los cordones desatados, sosteniendo un limón, una piedra, un papelito en el aire con sus empeines, es como cuando me quedo mirando el mar al atardecer, en una hermosa playa. Puedo pasar horas así. Me hipnotiza.

Por mi trabajo, lo crucé un par de veces, en algún vestuario, cuando todavía los periodistas deportivos podíamos acercarnos a los protagonistas, después o antes de los partidos. Juro que nunca fui cholulo. Mi ídolo es Enzo Francescoli, incluso tengo una foto con el Príncipe. Me abraza y los dos sonreímos en la imagen. Soy de River y el Flaco fue único para mí. Pero en aquel gesto sentí una efímera alegría, gracias a que el Enzo se copó con la foto. Sin embargo, las tres o cuatro veces que estuve cerca de Diego, no sé qué me pasó. La sensación fue indescriptible. Cuando lo tuve cerca, me quedé helado. Perplejo. Solo atiné a mirarlo y observar su entorno, sus movimientos. Al cabo, era un superhéroe y yo lo tenía a unos metros.

Por entonces ya era un grandulón y trabaja para el diario, pero igualmente me sentí un nene en esos momentos. Un nene como ahora es mi hijo de tres años, quien muchas veces me pregunta asombrado por alguna cuestión mundana. Y entonces yo le exagero la respuesta, para impresionarlo con mi sabiduría. Y allí Vito me dice  "Guaaauuu", con los ojos bien abiertos.