¡Qué tristeza! (pensábamos que iba a gambetear hasta a la muerte)

Murió Diego Armando Maradona. La frase duele de sólo pronunciarla. Es la peor noticia posible para aquellos que sentimos por el fútbol un amor apasionado, inexplicable, imperecedero… También constituye una idea que se antojaba imposible hasta que se confirmó. Si había gambeteado a la muerte tantas veces, ¿cómo no iba a esquivarla eternamente? ¿Cómo no imaginar que ese hombre con el 10 en la espalda y el cuerpo vestido por los siglos de los siglos de celeste y blanco no iba a ser capaz de vivir para siempre? Sí, es irracional. Diego nos condujo a un paraíso en la que los sueños se hacían realidad y nos invitó a creer que nos acompañaría hasta el infinito y más allá. Pero no. Murió. ¡Se murió Diego!

Es verdad que las últimas imágenes de Maradona no le hacían honor a ese Maradona mágico, desfachatado, desafiante e invencible que tuvo al planeta bajo la suela de su botín zurdo. Se lo veía derrotado, artificialmente rebelde, acabado… Es triste pensarlo, pero Diego, al menos el que el viernes 30 de octubre apareció -lo hicieron aparecer- tan desmejorado con el pretexto de agasajarlo por su 60º cumpleaños, no parecía Diego. Eso no podía ser Diego…

La vida nos da cachetazos permanentemente. Y a Maradona lo cacheteó con salvajismo. Es verdad: él hizo mucho para recibir ese castigo. Entonces, cuando se habla de Diego, resulta imperativo decidir a qué Diego nos vamos a referir. Muchos, demasiados tal vez, escogerán al que arruinó su vida por culpa de sus adicciones, al que pisoteó los lazos familiares, al que les faltó el respeto a todas sus parejas, al que no fue el ejemplo que jamás intentó ser.

Esas elecciones son tan válidas como las que hacemos otros. Nosotros, los que nos rendimos voluntariamente a su inigualable talento, optamos por ver otra cosa. Todavía nos emocionamos observándolo dejar ingleses en su camino al gol. Lo vemos con el mundo en la palma de su mano y sonreímos con beneplácito. Porque allá arriba nos llevó a todos.  Aún nos conmovemos pensando en que hasta con un tobillo hecho añicos empujó a sus compañeros con alma y vida hasta deshacernos en lágrimas porque la Copa -su Copa, la que él hizo también nuestra- se fue con los alemanes en Italia ´90. Incluso enojados porque permitió que desde su entorno ayudaran a cortarle las piernas, nuestra furia no apuntó a él. Nadie, ninguno de nosotros, se atrevió a culparlo de la efedrina. Todo lo contrario: nos unimos en la decepción por la última oportunidad de que nos hiciera nuevamente felices.

EL MEJOR, DESDE EL PRIMER DIA

El 20 de octubre de 1976 estaba a punto de cumplir 16 años cuando Juan Carlos Montes, el técnico de Argentinos, lo hizo debutar en el fútbol profesional. Irreverente, quizás premonitorio, lo primero que se le ocurrió –tal vez lo segundo, o lo tercero, la precisión aquí es insignificante- fue tirarle un caño a Juan Domingo Patricio Cabrera, mediocampista de Talleres de Córdoba. Fue la ceremonia bautismal de un pibe que acaba de llegar para ser el mejor.

Era tan bueno, tan incomprensiblemente bueno, que menos de seis meses más tarde ya estaba en la Selección. Fue el 27 de febrero de 1977, cuando entró faltando 25 minutos en reemplazo de Leopoldo Jacinto Luque en el 5-1 contra Hungría en Mar del Plata. Con el Mundial del ´78 a la vuelta de la esquina padeció la primera decepción -incurable decepción- cuando César Luis Menotti lo dejó el margen del plantel que ganó el título del mundo con los goles del Matador Mario Alberto Kempes y las atajadas de Ubaldo Matildo Fillol.

En 1979 sedujo a todos con su actuación en el Mundial Juvenil de Japón. De la mano de Ramón Díaz obligó a los argentinos a madrugar para ver en acción a esos purretes que jugaban bárbaro. Era el Pibe de Oro. Había dejado de ser el Pelusa de antes, aunque en su interior habitó ese Pelusa de siempre que a los 12 años anunció en un video que soñaba con jugar en Primera y con ganar el título con la Octava División de Argentinos, aunque para fines publicitarios después nos hicieron creer que había dicho que se ilusionaba con el Mundial…

Nadie podía resistirse a su fútbol fantástico, a ese talento sobrenatural para hacer con una pelota lo que a ningún hombre de carne y hueso jamás se le habría ocurrido. Pensamos que nunca iba a aparecer una jugada tan grande como la que no terminó en gol contra Inglaterra en 1980 frente a Ray Clemence (justamente falleció la semana pasada), pero en 1986 la repitió, corregida y mejorada, cuando gambeteó a cuanto británico osó arrebatarle el balón y sólo se detuvo para gritar su gol -perdón, golazo- con sus compañeros después de definir ante la salida de Peter Shilton como no lo había sabido hacer contra Clemence.

Mucho antes de eso, se vengó de Hugo Gatti haciéndole cuatro goles en un Argentinos 5-Boca 3 porque el Loco había cometido el pecado de decirle “gordito”. Después fue campeón en la Ribera en sociedad con Miguel Angel Brindisi y se aseguró el amor incondicional de la mitad más uno del país. También doblegó magistralmente al Pato Fillol en un Superclásico disputado en una cancha barrosa en la que sólo él podía hacer pie.

Pasó el vía crucis de España ´82, certamen al que llegó bañado en elogios y se fue con el amor propio herido. Sufrió en Barcelona por la hepatitis y la brutal fractura que le provocó el vasco Andoni Goicoechea, del Athletic de Bilbao. En esa época, turbulenta, se encontró por primera vez con las drogas. Malditas drogas que de a poco le fueron negando la posibilidad de seguir siendo el Diego que era…

Renació en Nápoli, un modesto equipo italiano al que transformó en campeón. Se peleó con los poderosos de ese país. Porque jamás lo abandonó la búsqueda de una reivindicación de los más débiles a los que siempre creyó representar. Dejó para el recuerdo ese gol increíble contra Juventus, cuando logró que un tiro libre indirecto dentro del área adquiriera la forma de un poema futbolero.

EL MUNDO EN SUS MANOS

Y en este repaso desordenado, caótico y envuelto en lágrimas, llegó el ya varias veces nombrado 1986, el año de Maradona. El año del fútbol. Líder y capitán de la Selección argentina, se encargó de ordenar y de hacer jugar a un equipo dirigido por Carlos Salvador Bilardo que despertaba más dudas que ilusiones. Desde las patadas que le pegaron los coreanos en el debut, pasando por el espléndido tanto contra Italia ganándole en el vuelo a Gaetano Scirea y llegando a La Mano de Dios y al gol inmortal contra los ingleses como prólogos de una consagración que se antojaba inevitable.  Porque no había nadie mejor que Diego. México ´86 era el Mundial de Diego. Fue el Mundial de Diego.

Doblegó a Bélgica con dos conquistas fabulosas y hasta sin ser figura en la final contra Alemania encontró el resquicio justo para lanzar a Jorge Burruchaga hacia esa corrida triunfal en el mano a mano con el arquero Harald Schumacher. ¡Diego campeón del mundo! Y con él todos fuimos campeones. La Copa en sus manos se convirtió en una postal imborrable, casi unida a nuestra identidad como apasionados por este juego que es mucho más que 22 hombres corriendo detrás de una pelota.

Más tarde, lloramos con él cuando Alemania ganó la final del ´90 y Diego se ahogó en sus propias lágrimas. Nos hizo sentir de algún modo más patriotas cuando lo vimos putear a los italianos que silbaban el Himno. Porque estaban silbando a la Patria. Y Maradona, vestido de celeste y blanco, parecía un prócer de nuestra historia.

Le apareció en el ´91 el primer antidoping positivo y ya surgió la noción de que estaba transitando un camino peligroso. Fue un tiempo oscuro, indigno de quien tanto había iluminado las canchas. Pasó 15 meses lejos del fútbol. Volvió en el Sevilla. Pasó por Newell´s. Después de tres años regresó a la Selección para ayudarla a llegar a Estados Unidos 1994. Le puso la firma a un gol magnífico contra Grecia en el debut en ese Mundial, dio una clase magistral de picardía sabiduría y talento frente a Nigeria…

Hasta que le cortaron las piernas por la efedrina que apareció en el control por el suplemento que había comprado su colaborador Daniel Cerrini. Le cortaron las piernas y se terminó el Mundial. Se apagó la última esperanza.

Probó como técnico en Mandiyú y Racing. Se puso los cortos otra vez en Boca. No repitió la gloria del ´81. Fue una etapa de polémicas hasta por la rayita blanca que Nike le había agregado a la camiseta azul y oro. Discutió con Javier Castrilli en un partido caliente entre Vélez y Boca. Citó a Julio César Toresani a que lo encontrara en la ya mitológica esquina de Segurola y Habana…

Otro doping y el adiós en 1997. Le dejó la posta en Boca a Juan Román Riquelme, un 10 que le hacía honor al mejor 10 de todos.

LA PELOTA NO SE MANCHA

Cuatro años después de su retiro, el fútbol le tributó una amorosa despedida. La cancha de Boca, la que sintió como su casa, se rindió ante él con una demostración de cariño emocionante, conmovedor. “Yo me equivoqué y pagué. La pelota no se mancha ”, admitió quizás persiguiendo una redención, como si tuviera que pedir disculpas por algo.

Fuera de la cancha levantó controversias interminables. Se peleó con todos los que pudo. Cometió mil y un excesos. Bueno, ésa era una antigua costumbre, como cuando obligó a Enzo Ferrari a pintar de negro la Ferrari que él quería y que, como debía ser, era roja. Encontró el rumbo cuando a Julio Grondona se le ocurrió ponerlo al frente de la Selección.

No fue un gran entrenador. Había sido el mejor jugador. No necesitó sobresalir también como DT, aunque jamás lo entendió. Creyó que podía reencarnarse en sus dirigidos. Por supuesto que no lo consiguió. Su etapa en el Seleccionado tuvo marchas y contramarchas. No le fue mal, pese a que no logró hacer que su equipo funcionara como él deseaba. Su inconstancia hacía que un día se enamorara de un jugador y después lo hiciera a un lado. Así de intenso y cambiante era.

Hizo capitán a Lionel Messi, intuyendo una suerte de traspaso de poder hacia el que hoy juega mejor que el resto, pero que tal vez nunca vaya a ser el prócer albiceleste que Maradona llegó a ser. 

Probó como DT en Emiratos Arabes y México hasta que llegó a Gimnasia. Caminaba como podía. No se le entendía mucho cuando hablaba. Su período en el Lobo adquiere una dimensión que excede los resultados. Sirvió para que el fútbol argentino le tributara semana a semana el homenaje que tanto merecía…

Sí, el repaso es caótico y emocionado. Duele pensar que este pasado que acaba de ser relatado fue protagonizado por un Diego que ya no está. Pensábamos que iba a seguir gambeteando a la muerte como lo había hecho varias veces. Demasiadas veces. ¡Se murió Diego! ¡Qué tristes estamos todos!