EL LATIDO DE LA CULTURA

Guardia en alto

Durante esta cuarentena -más o menos allá por agosto- retomé la práctica del "noble deporte de los puños". Como permanezco sentado muchas horas al día, escribiendo, corrigiendo y dictando clases, hacer un poco de actividad física diaria me renueva. Alguna vez le escuché decir en una entrevista a Pedro Peña, un escritor amigo, que inmediatamente después de terminar de escribir necesita salir a correr un rato para descargar energías. Me sucede algo parecido.

Empecé a boxear pasados los treinta, cuando comenzó a complicarse juntar diez para el fútbol cinco, cosa que me generó una gran tristeza. Muchos de mis amigos  entraban en un ritmo de vida que diluía su entusiasmo por la pelota o, lo que es peor,  por el juego. Seguí despuntando el vicio de la redonda un tiempo más, con mis alumnos, pero la diferencia de edad que nos separa acabó con mi carrera de futbolista amateur. Y fue así como llegué a los guantes. 

El boxeo es una práctica que le enseña al cuerpo un nuevo algoritmo, una manera novedosa de moverse, de caminar.  Es como si el cuerpo aprendiera a moverse en otros idioma. Quizás suceda lo mismo con cualquier otro deporte pero aquí la concentración, el reflejo, la finta y el amague juegan un rol fundamental en la supervivencia. Desarrollar estos aspectos separa a quien permanece de pie de quien queda mirando el techo. 

El box es el deporte más económico que existe. No se requiere absolutamente nada, ni pesas, ni vendas, ni ropa inteligente, ni siquiera guantes. Lo único necesario para empezar a practicarlo es tener una sombra. Y tener sombra hay que dejar el orgullo, los prejuicios y las ideas de lado y someterse a un entrenamiento feroz que le quita a uno todas las pulgas, rollos y cuestionamientos. El entrenamiento es la verdadera escuela de este deporte. Después de guantear doce rounds con un sparring o contra la bolsa se alcanza un particular estado de la conciencia. La entrega es tal que en los descansos entre asalto y asalto uno se siente como vaciado de energía. Una íntima redención se aviva al empujar al cuerpo hasta su límite. 

En los gimnasios de boxeo no importan las apariencias, los géneros, las diferencias sociales, las ideologías ni nada. Simplemente vale trabajar y mejorar en la práctica. Practicar y practicar hasta sacar la cosa adelante. Hasta mejorar. 

Confesión

Lo que voy a contar ahora nunca lo hablé con nadie. En medio de ese estado de agotamiento, de esa sensación de ser menos que nada, la cabeza suele irse a cualquier lado. Y a veces, algunas de las canciones que dejo de fondo mientras entreno me recuerdan a amigos queridos que ya no están o que por una u otra razón la están luchando, en su trabajo, en su vida personal o por problemas de salud. Entonces, como si se tratara de algún tipo de rezo o extraña invocación, les ofrezco mi agotamiento de los tres golpecitos de cuando faltan diez segundos para que termine el round, como si la mística de mi sacrificio pudiera llegar a algún lugar. Y aun cuando siento que no puedo más, trato de pegar más rápido o más fuerte mientras pienso en ellos, mientras pego por ellos y los aliento, entre lágrimas, como un entrenador que espera en el rincón con el banquito listo y susurra: "Vamos. No aflojes ahora. Lo tenés. Falta poco. Sos campeón. Respirá, dale. La guardia siempre en alto"