Schadenfreude o la felicidad del fracaso

“El principio de igualdad no destruye la imaginación, pero reduce su vuelo al nivel de la tierra" Alexis de Tocqueville

Schadenfreude es una palabra alemana que se usa para describir cuando alguien experimenta satisfacción por el sufrimiento, la infelicidad o la humillación del otro. Si lo pensamos, es como la evolución de la envidia (que no es placentera), es la alegría del fracaso ajeno. 

Cuando esa satisfacción por el fracaso del otro se transforma en filosofía política, cuando la schadenfreude es un programa de gobierno, tiene lógica que los gobernantes no busquen el crecimiento, el desarrollo o la realización de los ciudadanos, sino propagar socialmente ese regodeo en la derrota. 

El camino hacia el totalitarismo tiene esta narrativa. No es sencillo convencer a las personas de que la miseria, la decadencia y el desacierto son deseables. Así que cuando un programa de gobierno no tiene otra cosa que ofrecer más que un horizonte como el venezolano o el cubano, lo que hace es distraer la atención haciendo hincapié en las desigualdades que produce el mérito para lograr que sea algo humillante. Es necesario que las personas no reparen en los estragos del socialismo, es vital que no posen sus ojos en el hambre y la tortura que sufren sus hermanos de la región. Es necesario fomentar no sólo el odio al triunfo sino la alegría del fracaso externo. Es necesario poner bajo sospecha al exitoso y glorificar su caída.

Pero esto tiene que estar latente en la sociedad. Es posible que el rechazo al éxito obedezca a un mecanismo de defensa producto de la ansiedad que origina la frustración de no poder alcanzar aquello que se desea. Se pone en marcha, en esos casos, una distorsión cognitiva que lleva a las personas a diluir su propia responsabilidad, atribuyéndole sus fracasos a factores extrínsecos. La culpa es el otro.

Acá aparece una muy actual batalla contra el mérito, que no es nueva ni exclusiva de nuestro señor Presidente, basada en una realidad palpable: existe una desigual atribución de posesiones y facultades entre los individuos que hace que no todos estemos en igual situación de partida. Según él, dada esta desigualdad de base que no nos permite aprovechar las oportunidades de idéntica forma, es menester que los resultados que se obtienen con ellas se repartan entre todos los individuos de la sociedad y quién mejor para esto que papá Estado?

En efecto, quienes andan a los tiros contra la llamada meritocracia sostienen que para poder hacer real la igualdad de oportunidades se debe remediar esta desigualdad de partida aplicando la consabida discriminación positiva o, como gustan llamar más disimuladamente, acciones afirmativas. Propone una asignación equitativa de los resultados que no dependa de algo tan aleatorio como las capacidades naturales, o la herencia, cosas tan desigualmente repartidas. 

¿Pero cómo hacer? ¿Podríamos cortarle una pierna a Messi y distribuirla entre quienes son horribles jugando al fútbol? ¿Deberíamos obligar a una escultural modelo a engordar? ¿Cómo redistribuiríamos el cerebro de un genio matemático? Y acá viene otra pregunta: ¿por qué hacer algo así? ¿Deseamos acaso una sociedad donde nadie destaque? ¿Una sociedad sin los excepcionales? ¿Buscamos un mundo sin prodigios del arte, sin voluntades extraordinarias que hagan la diferencia? ¿Queremos matar la diferencia?

Bueno, aparentemente sí. 

Hacen trampa

Casi no existe discurso o plataforma política que no tenga como meta la búsqueda de la igualdad. Y no hablamos acá de igualdad ante la ley, que esa está garantizada en la Constitución, no hagamos trampita. Hablamos del igualitarismo como objetivo político y económico. Una búsqueda de igualación que atraviesa corrientes de pensamiento, estéticas arquitectónicas, modas indumentarias y hasta consignas estudiantiles. ¿Qué quieren combatir los organismos supranacionales? La desigualdad. ¿Cuál es el objetivo de toda política pública? Terminar con la desigualdad. ¿Cuál es el ideal al que aspiran las democracias en el Estado del Bienestar? Corregir las desigualdades. 

El discurso igualitario es el gran triunfo del socialismo del siglo XXI y asumamos que lo tenemos tallado en los huesos. Según este pensamiento, que un individuo sea más sabio, más habilidoso, más trabajador, más resiliente ante la frustración o más empecinado en la persecución de sus metas no es un logro personal, sino el resultado de haber nacido en un determinado lugar o contexto. Se deduce, en consecuencia, que el esfuerzo personal no es tal cosa. Se trata de un determinismo de estructuras sociales y culturales ajenas a éste, sin que medie su propia voluntad. 

Sin muchos repulgues y más rudimentariamente, es lo que expresa el kirchnerismo. Según esta interpretación, la meritocracia sirve para eludir la responsabilidad de la sociedad en la generación de desigualdades, y la competencia no sólo genera desigualdad sino altos niveles de infelicidad y frustración entre los no ganadores cosa que los empuja justificadamente a la delincuencia o a la violencia. Para ellos, para los no ganadores, es que el igualitarismo populista construye narrativa. Pero no una narrativa luminosa, porque eso significaría poner fe en el individuo. ¡Suenen las alarmas! Dijimos INDIVIDUO. Nooooo, mi viejo. Acá todo tiene que ser colectivo y por eso vamos a poner odio al que destaque. El igualitarismo señala y condena como traidor al que destaca. Porque el éxito no es suyo, es del colectivo y lo está robando.

Para que veamos cuán internalizado tenemos este guiso filosófico, traigamos acá a una vieja conocida: la justicia social. La idea de que una sociedad justa no es la que provea estricta igualdad ante la ley sino la que subsane la desigualdad en los resultados generados por la tómbola de habilidades y el determinismo socioeconómico. Esto nos lleva al cuento de la buena pipa, veamos:

Pensemos en el siguiente experimento. Borramos todo de un plumazo y generamos una sociedad donde todos los recién nacidos tuvieran igual salud, educación, consumo cultural, acceso al capital, seguridad, e idénticos niveles de amor en el hogar. Cero ventajas. Cuando largue a funcionar va a haber méritos o sea premios desiguales, conforme a lo que hayamos considerado merituable, talento, belleza, destreza física, etc. ¿cómo hacemos para que los hijos de los ganadores no tengan la cancha inclinada a favor en virtud del éxito acumulado? ¿Deberíamos impedir que el éxito previo constituya una ventaja futura? ¿Cómo obstruir que los padres más exitosos traspasen el capital cultural o material a sus hijos?

No hay justicia social sustentable, no existe, es sólo una coartada manipuladora. La cancha siempre va a estar inclinada porque siempre va a haber desigualdad en los resultados. Y no siempre nos va a parecer justo. Una enfermera va a ganar menos que un tenista estrella. Un niño que estudie todo el año puede sacar una nota menor que otro dotado con una mente exquisita que jamás tocó un libro. Pero si gana en la sociedad la filosofía schadenfreude, si triunfa como moral y ética el disfrute sobre la humillación ajena por sobre el logro individual, entonces el camino del totalitarismo está pavimentado.

De vida o muerte

Es urgente, es cuestión de vida o muerte, generar una narrativa que corresponda a una sociedad de personas dignas, una sociedad que no descalifique, ataque o desprecie al otro por su mérito o por la suerte que haya tenido. Sólo el incumplimiento de la ley es condenable y para eso sólo existe la justicia y no inventos arbitrarios como la justicia social que no es un mal del peronismo sino de toda la ingeniería social politiquera sin distinción de partidos.

El discurso igualitario es incompatible con una ética basada en el mérito porque ataca la libertad individual. Y cuando la libertad para perseguir una meta (sea un logro científico o deportivo o conseguir un hit musical de reggaeton) es un pecado, la destrucción del orden social es irremediable. Una vez que aceptamos que el éxito es un robo al colectivo, legitimamos que lo que se consiga con ese éxito no es tolerable. “Debemos sacarle al emprendedor su riqueza porque tuvo éxito basado en saberes y experiencias de otros” “podemos usurpar tierras porque fueron obtenidas en función de pertenecer a un sector privilegiado” “no puede haber abanderados porque no todos tuvieron la suerte de ser inteligentes o tener electricidad en la casa” “no son aceptables los concursos de belleza porque ofenden o estigmatizan a quienes no tuvieron la suerte de nacer lindos”.

¿Reconocemos estos atajos? Llevamos años estableciendo la justificación moral para el uso totalitario de la coacción estatal en el dogma granuja de quitar a unos para dar a otros. Y esto supone, necesariamente, el reconocimiento de una autoridad que determine cómo se distribuye por un lado el producto de los logros y por el otro el odio (por traidor) al exitoso. 

En lugar de buscar una sociedad que se desarrolle buscamos una sociedad que se apropie y subdivida el éxito. Esto tiene dos problemas de base. El primero es el de la pierna de Messi. Quitar a uno no alcanza para dar a todos. Si le sacamos la pierna a Messi sólo lograremos que no juegue pero eso no nos va a convertir en goleadores. Si arruinamos a la “opulenta Ciudad de Buenos Aires” no lograremos embellecer a otras y si dividimos la fortuna de Elon Musk no nos volveremos ni más ricos ni podremos reproducir su éxito. De nuevo schadenfreude, sólo tendremos la satisfacción de la infelicidad del otro. El quiebre moral antecede al económico.

Una sociedad de todos iguales es, por ejemplo, la sociedad cubana. Volvernos todos iguales no va a resolver el problema de la pobreza, ni de la inseguridad, ni de la dependencia, ni de la falta dañosa de futuro y esperanza. La schadenfreude es una ilusión, rastrera, para que no nos quejemos por un orden social en el que absolutamente nadie pueda destacarse o sobresalir en ningún sentido. Para que nos acostumbremos a ser Venezuela.

Además de tensionar y ahondar en las innúmeras grietas que atraviesan nuestra sociedad, la schadenfreude constituye la piedra en el zapato del progreso económico, social y cultural. Fomenta la chatura, el resentimiento, la dependencia de la intermediación estatal. También fomenta la búsqueda de la aceptación de los gestores del “colectivo”, temerosos del rechazo en caso de que se nos ocurra despegar. Esta narrativa es la que empuja a muchas personas talentosas a abandonar el país buscando un medio más amigable con su progreso y donde nadie se apropie de su mérito.

Si el Presidente está realmente preocupado por las personas que se amontonan para irse de Argentina, tal vez debería terminar de castigar el triunfo en tantos y tantos niveles. Nos guste o no, nos parezca justo o no, no es la igualación la que saca adelante a una sociedad porque la única manera de igualar es para abajo. Sólo el mérito y la capacidad son ejes de dinamización de las sociedades y por eso nadie huye a países donde el igualitarismo es rey, ni siquiera los mismos cultores de esta ideología. Necesitamos de una nueva narrativa moral y cívica para esa mitad o más de la Nación cuya supervivencia depende del Estado, pero basada en el esfuerzo y el triunfo. Una narrativa de confianza personal y no de hundimiento colectivo o resentimiento.

"Cuando la mitad de las personas llegan a la conclusión de que ellas no tienen que trabajar porque la otra mitad está obligada a hacerse cargo de ellas, y cuando esta otra mitad se convence de que no vale la pena trabajar porque alguien les quitará lo que han logrado con su esfuerzo, eso mi querido amigo, es el fin de cualquier nación. 
No se puede multiplicar la riqueza dividiéndola".
Adrian Rogers