El comienzo de la pesadilla


POR MANUEL GIMÉNEZ *


Aún cuando resistió algunas decisiones de Perón con vehemencia -la candidatura presidencial de Cámpora, especialmente-, José Ignacio Rucci cumplía un papel destacado en el diseño político personal del caudillo. Ese diseño, remozada versión del modelo forjado cuarenta años antes, requería de una jefatura sindical tan integrada como la del camionero sanjuanino, José Espejo, en tiempos del peronismo extático. 

Rucci era bastante más independiente que su predecesor. Ese espíritu inquieto le valió ser enviado a San Nicolás, en tiempos de Vandor, suficientemente lejos del ámbito decisional de la poderosa UOM. Luego del homicidio del Lobo, Lorenzo Miguel (diestro en la negociación y las finanzas, pero poco afecto a los reportajes) lo colocó en la CGT, convencido de que había aprendido la lección y podría contar con su obediencia. Y con su elocuencia, para enfrentar al periodismo tan temido.

Perón posó su mirada en él. Viviendo en Madrid se había enfrentado al vandorismo desde el llano -desprovisto de las herramientas de poder que le habían permitido desembarazarse de los laboristas, en su momento- y, antes de su retorno, había desairado las aspiraciones metalúrgicas de ponerle la banda a Antonio Cafiero, a quien detestaba.

Bastaron algunas reuniones para hacerle comprender a Rucci que podía sentarse a su derecha para conformar, junto con el empresario comunista José Gelbard, el Pacto Social, la troika destinada a gobernar el país. Al Petiso le bastaba dejar de lado el inviable proyecto bonaerense con Manuel Anchorena (el rosismo nunca le había gustado al General) y el de sus preceptores sindicales. No lo dudó un minuto.

Quedó conformado así el esquema de poder del tercer peronismo. Bonapartista, corporativo y populista en partes iguales -tal vez Alexis de Toqueville lo habría usado de ejemplo del despotismo igualitario-, pero de ningún modo reacio a las reglas del capitalismo liberal. Como en los orígenes, la viga maestra del sistema debían ser las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad, para quienes se hacía imprescindible una amnistía generalizada.

Esto, a grandes rasgos, era el peronismo real; sideralmente distante del "socialismo nacional" que había comprado la "juventud maravillosa", con la colaboración del propio Perón, y por el que miles de jóvenes habían apostado mucho más que una instancia política. Imposibilitados de volver atrás y encontrar su propio lugar en el mundo, creyeron que matando a la evidencia del traumático despertar podrían volver a soñar. Asesinar a Rucci fue como hacerlo simbólica y políticamente con el propio Perón y, en ambos sentidos, lo consiguieron.

Pero no volvieron los sueños de la revolución, sino una terrible pesadilla de la que ningún argentino aún ha despertado del todo.

* Comunicador historiográfico (Mendoza).