Florence Nightingale: la enfermera del silencio

 

 “Me siento bien si el dolor ajeno, me duele”.  

En 1820, ponerle el nombre de Florence a una niña, era muy extraño. Cincuenta años después, miles de jovencitas se llamarían Florencia, en homenaje a esa niña. 

Todos hemos visto en hospitales o sanatorios una foto de una señorita con uniforme de enfermera, una cofia blanca y con un dedo sobre los labios solicitando silencio. Esa foto corresponde a una enfermera, que fue sinónimo de abnegación, de sacrificio, de amor al semejante. Se llamó Florencia Nightingale y es la niña que mencioné al comienzo. 

Había nacido en Florencia, Italia, en 1820, de padres ingleses, que estaban circunstancialmente en esa ciudad italiana. 

De ahí el nombre de la niña. Fue como mujer, brillante, tenaz y apasionada por el bien, además de elegante y muy hermosa. Era una especie de Cruz Roja individual, si cabe la expresión. Sólo le importaba el dolor y no la nacionalidad del doliente.  Su familia era de muy holgada posición económica. 

Cuando estalló la Guerra de Crimea, entre Francia y Rusia, Inglaterra, su verdadera patria, tenía una alianza militar con Francia. Florencia Nightingale tenía 28 años. Hacía ya un año que dirigía el hospital de mujeres inválidas de Londres. 

Lo hacía sin recibir remuneración –como todo lo que realizó- no sólo por su solvencia material, sino especialmente por su riqueza espiritual. Porque muchos dieron. Pero algunos, como Florencia, vivieron para dar... 

Y con ese sentimiento solicitó a sus padres permiso para dirigirse a esa región del Ásia –la Crimea rusa- para crear un hospital de emergencia en la zona de guerra, donde combatía el ejército inglés, aliado de Francia, como ya lo expresé. 

Aclaremos que existía una ley en Inglaterra, por la cual toda mujer soltera y Florencia lo era, que quisiera ausentarse del país, debía obtener autorización paterna. En uno de sus libros –escribió varios- ella reproduce el diálogo con su padre. 

-Padre, necesito estar en el lugar donde muchos de nuestros compatriotas me necesitarán y yo soy inglesa por elección. 

-No, Florencia. Eres mujer –y joven- y no tienes que dar tu corazón –y quizá tu vida- habiendo otros que lo harán por tí. 

Ella quizá pensó en aquel momento. Dar el corazón, no es gastarlo. Es como revivirlo. Y agregó el padre: 

-Además hija, habrá gente especializada, médicos, etc., que harán esa tarea mejor que tú. 

Ella respondió a su vez: 

-Discúlpeme padre, muchos médicos pueden curar cuerpos. Yo me siento capacitada para curar también, almas. 

Florencia, ante la férrea oposición del padre, le falsificó la firma -¡qué muestra de personalidad ! - reunió a 38 enfermeras y partió hacia el lejano continente asiático. 

“Porque así como hay quien nace para crear dolor, hay quien nace para mitigarlo”. 

Allí organizó hospitales de emergencia en ambulancias, detuvo el contagio epidémico e implantó con inteligencia y energía, diversas medidas sanitarias. 

Terminada la guerra se dirigió a la India, no a dar conferencias, sino a colaborar con su esfuerzo personal. 

Puso misioneras de sanidad en pobrísimas aldeas hindúes y consiguió, luchando con el gobierno hindú, algo fundamental de lo que carecían: el agua. De regreso a Londres fundó la primera escuela de enfermeras. La dirigió durante más de 30 años. 

Pero Florencia Nightingale tenía una lucha física personal. Una notoria disminución visual, desde muy joven le dificultaba su tarea. A los 60 años ya no podía leer. Vivió totalmente ciega los últimos 10 de sus 90 años de vida. 

Y Florencia Nightingale, que siempre supo “que respirar no es vivir”, trae a mi mente este aforismo que su nobleza me inspiró: “Si a todos nos doliera el dolor del prójimo, casi no habría dolor”.