El latido de la cultura

La casa de la electricidad

Quisiera ser capaz de leer como el dueño del negocio de materiales eléctricos de la vuelta de mi casa. El local se encuentra a mitad de cuadra y es tan pequeño que en ocasiones paso de largo porque se torna invisible. Lo visito muy de vez en cuando y cada vez que entro el hombre está sentado en una banqueta alta, apoyado en el mostrador de madera, leyendo atentamente con los lentes apoyados a la mitad del tabique. Cuando interrumpo su lectura para pedirle una lámpara me escucha y se dirige a mí casi como tolerándome. Con la vista congelada por encima del marco de sus anteojos me vende lo que necesito y en seguida retoma lo que está leyendo, como si lo verdaderamente importante en el aire de su negocio fuera la lectura.

He llegado a pensar que ese hombre, a quien apenas conozco, encarna todos los atributos de un verdadero lector: alguien dispuesto a suspender los avatares, los apremios del día para dedicarse a lo verdaderamente importante, evadirse del mundo. Su local es, en esencia, su sala de lectura pero es también la excusa que le permite darle cuerda a su verdadero negocio: una fábrica que produce el tiempo necesario para avanzar con la pequeña pila de libros que descansa a un costado.

AURA CONTAGIOSA

En el lugar no se vislumbra jactancia de ningún tipo. Ni tumultosas bibliotecas decoran sus espaldas ni discusiones teóricas sobre teorías literarias, nada de ello prevalece en la atmósfera. El local, en cambio, está cargado de la electricidad que se deja ver por encima de su persona, como un aura contagiosa.
Más de una vez traté de identificar el título de aquellos volúmenes. Hay títulos vinculados al tango, a la biología, algunas novelas policiales, ficción de género. La variedad de sus intereses es llamativa. El desconocido de la casa de materiales eléctricos es un lector modesto que lee un libro a la vez, de manera ininterrumpida, hasta terminarlo y seguir con otro, sin nadie ni nada que lo apure. Las veces que intenté sacarle tema de conversación, desvió la charla hacia cualquier tema y se apuró a cobrarme para seguir con lo suyo. No le interesa reseñar, comentar ni compartir lo que lee, simplemente seguir y que lo interrumpan lo menos posible. 

Anoche, mientras daba un paseo por el barrio, noté algo distinto en la cuadra. La persiana del local estaba baja pero a pesar de la hora adentro había una luz encendida. Me crucé de vereda y disimuladamente me asomé por entre las rendijas de la persiana para ver qué sucedía. Todo estaba exactamente en su lugar: hombre con la vista clavada en una palabra, mostrador y libro, esta vez acompañados por una taza de café. Entonces volví a casa con un encandenamiento de pensamientos encendidos. 

Leer de esa manera en los tiempos que corren se parece a un acto revolucionario más que a cualquier otra cosa. La maquinaria del día no da lugar a demasiados momentos de recogimiento y reflexión, por eso el tiempo de lectura es siempre tiempo ganado. Leer es una manera de estar en la Tierra. Pero leer así sobre todo se asemeja a una lección, una prédica secreta e inconsciente que revela el misterio y el recogimiento de una práctica sagrada. Cuando estaba por abrir la reja de mi casa pensé que la lectura es también una fuente de energía, una electricidad serena y altamente contagiosa. Los buenos lectores contagian al mundo de la electricidad de la ficción. Quizás, como en el poema Los justos, de Borges, personas como esa estén salvando al mundo. Aunque no lo sepan.