Aramburu, asesinato y misterio

Aramburu

Por María O’Donnell

Planeta. Edición digital

A cincuenta años de distancia, cuesta entender hoy la conmoción que provocó el secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu. El hecho que suele tomarse como punto de partida de la violencia guerrillera en el país (aunque el comienzo real sea muy anterior) reviste una indudable importancia histórica, pero también conserva una clara reverberación cultural, psicológica. Y pese al tiempo transcurrido, mucho de lo que lo rodea se mantiene en el misterio, o ha sido recubierto por una persistente pátina de propaganda y mistificación.

Ese crimen fundacional de la banda terrorista Montoneros es el que indaga la periodista María O’Donnell en su último libro. Un trabajo más periodístico que histórico, prolijo y relativamente mesurado, que con suerte diversa intenta responder algunos de los enigmas del caso, aunque partiendo de un exiguo afán revisionista.

A tono con algunos hábitos literarios de estos tiempos, O’Donnell se desdobla: su relato es en parte investigación histórica y en parte testimonio personal. Los capítulos que cuentan el hecho de 1970 en rigurosa tercera persona se alternan con otros en los que la periodista asume el protagonismo y narra la pesquisa desde adentro. En especial, su esfuerzo por contar con la versión de Mario Firmenich, jefe máximo de Montoneros, y hace tiempo radicado en los alrededores de Barcelona.

Aunque accidentado y breve, ese testimonio figura en el libro, y puede tomarse como uno de los logros de la autora, que al menos consiguió conversar fugazmente con el único sobreviviente confeso de aquella célula inicial que en mayo de 1970 raptó y ultimó al general de la Revolución Libertadora y ex presidente de facto. Un sobreviviente esquivo que hace decenios elude todo contacto con los medios de comunicación y no deja de protestar por su pretendida condición de proscripto de la democracia.

Pero como sucede con el resto del libro, el mérito de esa entrevista es más bien relativo. Porque, en efecto, Firmenich no hace un gran aporte al esclarecimiento del asesinato y termina por sembrar nuevos enigmas (o adicionales pistas falsas), antes de replegarse una vez más en el hermetismo absoluto.

No es la única limitación. O’Donnell reconstruye el episodio de hace medio siglo con mirada desapasionada, pero nunca se aleja del todo de la versión oficial, que es la que establecieron los asesinos. Es cierto que, tal como había hecho en su anterior libro, Born, se interesa por las opiniones de los familiares de las víctimas, en este caso el hijo de Aramburu, quien vuelve a expresar sus dudas sobre la veracidad del relato aceptado del magnicidio, sin que ese recelo convenza mucho a la autora.

Esta falta de genuina desconfianza se manifiesta en la atención que recibe el texto en el que los Montoneros contaron su versión del crimen. Aquel infame “Cómo murió Aramburu” que apareció en septiembre de 1974 en la revista guerrillera La causa peronista a modo de última provocación y carta de ruptura definitiva con el gobierno justicialista elegido en las urnas el año anterior.

El libro no niega las incoherencias, lagunas, fabulaciones o falsificaciones que contiene esa publicación, a la que de todos modos toma como fuente a seguir, especialmente en lo referido a la preparación y el epílogo del secuestro. Y si hay una revisión crítica, corre por cuenta de uno de los presuntos autores del artículo de marras, quien lejos de despejar las incógnitas, suma otras y agrega dos participantes a la tan literaria escena de la “ejecución” de Aramburu en el sótano de la finca La Celma, en la ciudad bonaerense de Timote. De uno de ellos, el supuesto “quinto hombre”, se afirma incluso que está vivo.

Cabe señalar que, como hizo en otras ocasiones, el propio Firmenich no reconoce a ese autor y atribuye la obra a las plumas de Enrique Walker y Rodolfo Walsh, menciones que suenan más creíbles, en particular por el segundo, quien sin dudas tenía el oficio para crear el patético momento del desenlace, repleto de aquella “requerida invención de hechos circunstanciales” que según Borges es una de las cansadoras convenciones del realismo en literatura.

Por eso el libro deja una sensación ambivalente. La reconstrucción histórica, aunque encomiable y necesaria, no tiene el vigor ni la originalidad ni la amplitud que sigue faltando en las evocaciones escritas de aquel período desgraciado, mientras que la pesquisa del crimen termina enredándose, una vez más, en las voces engañosas de los asesinos, o de quienes aseguran que cumplieron ese papel.