​La salud en las orillas: el curandero en el siglo XIX

En tiempos actuales de pandemia, con trabajo a destajo de médicos y enfermeras en todo el país, proliferan mediáticamente algunas recetas o soluciones que rozan lo mágico, entre credulidad e irresponsabilidad.

A veces como soporte de la medicina formal y otras como ejercicio esotérico, el ejercicio del curanderismo – saliendo de la cuestión curativa en los pueblos originarios - tiene larga data en nuestras tierras desde el momento de la conquista europea.

Muchas enfermedades, pocos médicos y escasos remedios: sería un buen resumen de la situación en la época colonial rioplatense, por lo que el ejercicio irregular de la medicina se volvió casi hasta una necesidad.

Andrés Carretero, en el tomo 1 de Vida cotidiana de Buenos Aires (2013), señaló que: “se estima que para 1810 la expectativa de vida llegaba a los 45 años. En ese año, el censo realizado indicaba que había 13 médicos, un practicante, 65 sangradores, dentro de los que se incluían a los barberos que sacaban muelas y aplicaban sanguijuela, 13 boticarios y 41 cirujanos auxiliares de la medicina.

En materia de salud la situación de la ciudad difería mucho de la campaña. En la primera había hospitales y en la segunda no existían o escaseaban. La atención de los mismos estaba concentrada casi por completo en los menesterosos, los casos terminales y los esclavos”.

Efectivamente, aunque la hegemonía católica era aplastante en la región, sumado al rol de la Iglesia y de las órdenes religiosas en materia de salud, los curanderos y curanderas proliferaban cuando la medicina formal escaseaba en el Rio de La Plata.

Carretero aportó: “La campaña carecía de médicos y de hospitales y por eso la atención médica quedaba en manos de curanderos o médicas, como se llamaba a las mujeres que se dedicaban a curar sin tener título habilitante.

Sin embargo, esos curanderos o médicas no eran exclusivos del campo. En la ciudad, en casi todos los barrios y aun en el centro había alguno de estos personajes que era tolerado siempre que no apsara los límites de la prudencia… también se los admitía porque a través de ellos se podía localizar a los enfermos contagiosos, que por la índole de su mal se negaban a concurrir a los hospitales o consultorios”.

El citado autor caracterizó a estos personajes, especificando que: “Sus remedios eran escasos y, en general, se los podía obtener en la vegetación circundante. De todos modos la base de su eficacia residía en la fe y la necesidad de quienes acudían en búsqueda de ayuda. A la función de curar y ayudar en los partos (comadronas), los curanderos agregaban la adivinación, que estaba orientada casi exclusivamente a resolver problemas del corazón. Manejaban una ciencia infusa, eficaz en muchas oportunidades, que era una mezcla de buena fe, credulidad, poder mental y alguna tisana de yuyos. Se los conocía con nombres que iban desde padrecito o madrecita hasta manosanta”.

En materia de medicina formal y carrera académica, algo se intentó mejorar en la época de la Confederación Argentina, tal como detalló Fermín Chávez en La cultura en la época de Rosas (1973) – reeditado en el 2006 por la Facultad de Periodismo y Comunicación de la Universidad Nacional de La Plata, a instancias del Dr. César “Tato” Díaz -, y otras obras que detallan la cuestión médica de dicho período rosista.

Igualmente, el rol del curandero y curandera siguió desarrollándose, sea para para la “culebrilla”, detener el “mal de ojo”, y “curar de palabra”. Los números de dichos galenos informales aún eran importantes en la segunda mitad del siglo XIX, tal como se consignó en el primer censo a instancias del presidente Domingo Faustino Sarmiento, donde existían más curanderos que médicos matriculados: “El Primer Censo Nacional de Población (1869) – tomado por Silvia Mallo en La sociedad entre 1810 y 1870, en el tomo IV de Nueva Historia de la Nación Argentina (2000) - consigna 1.836.490 habitantes en todo el país, de los cuales casi el 78% era analfabeto y tan sólo el 1,35 % estaba formado por profesionales. La mayoría de éstos ya estaba radicada en Buenos Aires. Entre ellos, los médicos eran veinte más que los abogados, sumando ambos 897 (243 y 222 de unos y otros residían en Buenos Aires); se agregaban 194 ingenieros (142 en Buenos Aires) y 70 arquitectos. En otros niveles de preparación, había 1.047 curanderos y curanderas, 240 agrimensores y 9.602 militares y tropa”.

Lina Beck – Bernard, escritora francesa que residió en Santa Fe en época de las presidencias de Justo José de Urquiza y Santiago Derqui, publicó Cinco años en la Confederación Argentina (1856 – 1862), traducido en 1935 por el historiador José Luis Busaniche, el cual tomo fragmentos de dicha obra en su trabajo Estampas del pasado (1971).

En dicha obra, la prosista de Alsacia consignó: “El curandero es personaje de cuenta en la vida de las pampas. En realidad se trata por lo general de un pobre diablo, vizcaíno o genovés, caído en América pro lances de la fortuna y que no pudieron hacer otra cosa, se ha dedicado a médico rural, a curandero. Suele ser un hombre, ni joven ni viejo, de aspecto grave, parco de palabras, lacónico, en su papel de oráculo. Si puede agenciarse de unos anteojos con aros de oro, un anillo de sello y algún viejo fraque negro, ya puede considerar asentada su reputación. Su terapéutica participa de la magia. Dispone de recetas para hacer fundir, con cinco metales diferentes, anillos que, una vez en el dedo, preservan del reumatismo, dolores de cabeza y otros males”.

Lina Beck – Bernard describió al curandero con pinceladas de realidad y humor: “Adquiere de los indios del Perú, que bajan todos los años a Santa Fe, raíces maravillosas contra el frío, el calor o el viento. Hace fumigaciones con yerbas aromáticas, que cuando no curan a los enfermos, los asfixian. Abusa con frecuencia de los purgantes y de los eméticos, a tal punto que el resultado de la cura es la muerte del paciente. Pero el curandero, optimista de corazón y de un desahogo sin igual, no se inmuta con la noticia.

- ¿Conque murió el pobrecito?...

- Sí, señor.

- ¡Qué lástima! Le había hecho una limpieza para toda la vida…”.

Aun superviviendo en estos años, la razón y el criterio marcan que, más allá de lo pintoresco del relato, la confianza última debe estar depositada en aquellos profesionales matriculados que día a día, y hoy más que nunca es su lucha contra el coronavirus, nos ofrecen su conocimiento y su devoción en su labor como trabajadores y trabajadoras de la salud.