Un héroe invisible

Los mitos y las leyendas son aquellos relatos que dan cuenta del origen del mundo y de las cosas. En la vida muchas veces nos aferramos a este tipo de narraciones para sostenernos de pie, para seguir, para creer. Por eso duele tanto cuando -así lo tituló acertadamente este diario hace una semana., “al fútbol le arrebatan una leyenda”. Éstas poseen un componente de improbabilidad que las vuelve irresistibles y que el paso del tiempo y la imaginación colectiva se encargan de robustecer, de “salar” a su gusto. Poco importa el rigor histórico en estos casos, atravesados por un halo neblinoso. Con la partida de Tomás Felipe Carlovich el fútbol ha perdido ante todo eso, una gran historia.

Los cambios que este deporte acarreó en los últimos cuarenta o cincuenta años hicieron visible una profunda transformación: del fútbol “de potrero” a la  primacía de lo físico; de la improvisación a la obsesión por la estrategia; del azar, que es hijo del juego, al “ganar a cualquier costo”. No quiero pecar de ingenuo: la historieta es bien conocida. El chiquero actual se alimenta de partidos arreglados, representantes y dirigentes corruptos, lavados de todo tipo, “amiguismo” y derechos televisivos. A eso sumémosle futbolistas con cassette y con coiffeur y la hoguera de vanidades se vuelve un verdadero infierno.

Con todo, cuesta creer que hasta no hace mucho las multitudes acudieran a los estadios cautivadas por los líricos, los verdaderos jugadores. Se hinchaba, cómo no, por un equipo, para que ganara. Pero había algo más importante: ante todo se imponía el espectáculo.

Al repasar algunas entrevistas a este mago charrúa se vislumbra el viejo y querido motivo del doble del cual la literatura siempre se ha nutrido. Hay en Carlovich una disociación fascinante, propia de los superhéroes. Es como si Tomás Felipe  fuera el alter ego del popular Trinche, a quien las gentes iban a ver jugar a las poceadas  canchas del ascenso. ¿O era al revés? ¿Quién fue en realidad este hombre a quien muy pocos dicen haber visto jugar y del cual  prácticamente no existen filmaciones? Porque, miren, la plebe futbolera quiere saber, constatar… y todo un jurado carnicero querría posar sobre sus piernas una cámara superlenta de altísima definición que verifique qué tan bueno era, si tenía -como dicen muchos- atributos de tal o cual jugador. Que si hubiera entrenado más… que si no hubiera ido a pescar… que si le hubiera gustado menos la noche... “El hombre que no quiso ser Maradona”, titularon brutalmente algunos matutinos. “A veces no se da”, solía repetir una y otra vez este “artista enjaulado” a manera de justificación, cuando le preguntaban por qué no había llegado “más alto”.

Sin embargo, los grandes peces son aquellos que no se dejan atrapar. Nadan en las profundidades, viven como distraídos de sí mismos, restándose importancia, un poco corridos hacia el costado. Y en el fondo les deben dar gracia estas suposiciones. No se dejan comparar con nadie porque en lo que dura su paso por el mundo viven preocupados por jugar a ser ellos mismos.

Allí está Carlovich, clarito, nítido. Hay que saber mirar bien porque no lo televisa ningún canal. Persona y personaje flotan fundidos en un aire difuso, el de la melancolía ingenua de los ilusionistas que sonríen al comprobar que intentamos adivinarles los trucos. No hay que preocuparse. Su recuerdo volverá, a lo mejor, para recordarnos que el fútbol es ni más ni menos que  un juego.