Alberto Arenas, peluquero y cirujano

A la luz de un candil (música de Carlos Vicente Geroni Flores, letra de Julio Plácido Navarrine, 1922) es un tango raro. Obra literaria compleja, sus versos requieren análisis filológico. El episodio está relatado por su protagonista. La acción comienza en una comisaría ubicada en Rosario.

El narrador solicita autorización (¿Me da su permiso, señor comisario?) para presentarse y contar su historia. Aunque no se consigna la respuesta del funcionario policial, inferimos que es afirmativa, ya que el visitante rompe a hablar.

Nos enteramos de una cantidad de circunstancias: 1) No ha llegado con sus mejores galas (Disculpe si vengo tan mal entrazao). 2) No vive en Rosario (yo soy forastero y he caido al Rosario): ha venido desde otra localidad, tal vez lejana (¿Santa Fe, Rafaela?, ¿La Quiaca, Ushuaia?), a entregarse, erróneamente, en una comisaría sin jurisdicción en su caso. 3) Propone un enigma pero muestra reticencia en revelarlo (trayendo en los tientos un güen entripao). 4) Prejuzga el pensamiento del comisario (Acaso usted piense que soy un matrero). 5) Declara qué es y qué no es (yo soy gaucho honrado a carta cabal, / no soy un borracho ni soy un cuatrero; / ¡Señor comisario…, yo soy criminal…!). 6) Desconociendo olímpicamente la autoridad del jefe de la seccional, el criminal confeso le imparte al sargento una orden (¡Arrésteme, sargento, / y póngame cadenas…!). 7) En seguida plantea una duda: ya no está seguro de ser criminal y, por si acaso, traslada la responsabilidad del veredicto desde el albedrío del sargento hasta la sabiduría suprema (¡Si soy un delincuente, / que me perdone Dios!). 8) Explica su nombre como consecuencia de ser un criollo bueno (Yo he sido un criollo güeno, / me llamo Alberto Arenas). 9) Aquí sí, relación de
causa y efecto: la traición (aún no dijo de quiénes) generó un doble homicidio (¡Señor…, me traicionaban, / y los maté a los dos!). 10) Admite su falta de lucidez eleccionaria: se decidió por una china malvada como cónyuge y un sotreta como amigo (Mi china fue malvada, / mi amigo era un sotreta). 11) Reconoce asimismo un error operativo (cuando me fui a otro pago / me basureó la infiel); es que no hizo caso al Viejo Vizcacha: “Conservate en el rincón / donde empezó tu esistencia”. 12) Imparte al sargento una contraorden (¡Párese, sargento, que no me retobo…!): lo mejor que podría hacer el ya desconcertado suboficial es dejar de molestarlo con arrestos o cadenas. 13) Pone colofón a la historia de manera trágica (Yo quiero que sepan la verdad de a mil... / La noche era oscura como boca’e lobo; / testigo, solito, la luz de un candil. / Total, casi nada: un beso en la sombra… / Dos cuerpos cayeron, y una maldición; / y allí, comisario, si usted no se asombra, / yo encontré dos vainas para mi facón.) Mantiene reserva sobre el texto de la maldición; tal vez fuese del estilo de “¡Así van a aprender a no burlarse de mí, canejo!”.

Examinemos los elementos guardados en la valija que este castizo gaucho llama “maleta”: Las pruebas de la infamia / las traigo en la maleta: / ¡las trenzas de mi china / y el corazón de él!

Sería anómalo que algún jurisconsulto admita como evidencia judicial el equipo integrado por las trenzas de la versátil china y el corazón del afectuoso caballero.

El empleo de una tijera resuelve en un instante el corte de las trenzas. Pero, con respecto al corazón del tercero en discordia, el problema resulta más complejo.

Debemos entender, entonces, que este gaucho, honrado a carta cabal, obró como avezado cirujano y, usando cuchilla (o tal vez facón) a modo de bisturí, logró extraer el corazón del sotreta. Una vez cumplida dicha ablación, ¿qué hizo con el corazón, órgano sangrante y, según creo, difícil de manipular? ¿Lo colocó directamente en su maleta? ¿Junto a las trenzas de la china, con el peligro de que éstas se mancharan de sangre cardiovascular? ¿O, quizá, tuvo la precaución de destinarle un envoltorio de material impermeable?

El texto no provee información adicional. Como en los mejores relatos literarios, algún detalle queda librado a la imaginación del lector, que resolverá si acaso el comisario ordenó al sargento abrir la maleta y exhibir las susodichas pruebas de la infamia. O si, en cambio, y más sensatamente, mandó incinerar y sepultar sin más trámite continente y contenido. 

Este tango tuvo la fortuna de haber sido grabado, en 1927, por Carlos Gardel. Y, según comprobé infinitas veces, el Zorzal podía convertir el despropósito más descomunal, como el del presente caso, en una obra de arte.