Claves de la Argentinidad

Covid-19 en el país de los 'valores villeros'

Aunque parezca que fue hace un siglo, recién en enero de este año se apropió de nuestras vidas el virus coronado que ha dejado un tendal de muertes, contagios, crisis económicas y el colapso de los sistemas sanitarios en países que no contaban con la aparición de este auténtico cisne negro.
  
Muchos fueron los desaciertos de los gobiernos alrededor de todo el mundo, y Argentina no podía ser menos. Nuestras autoridades sostuvieron con cándido desparpajo, hasta hace apenas días, que el virus seguramente no vendría y minimizaron el peligro.

Es decir, el flamante Ministerio de Salud que aparentemente por la sola condición de su rango era capaz de reencauzar el agotado sistema de salud argentino, oficialmente consideró que el covid-19 se comportaría, gracias a la acción de duende mágicos, de una forma diferente acá que en Europa o Asia. Bastaba con que tomáramos un tecito caliente y mantuviéramos la distancia para evitar el contagio. Hacían acordar a aquel latiguillo del genial Superagente 86 ``lo tengo todo bajo control''.

Negligencia a raudales

Si se cruzaba la información que llegaba desde China, los informes procedentes de Europa en las últimas semanas, el comportamiento en Italia y el conocimiento epidemiológico que, afortunadamente abunda sobre el virus covid-19 resulta imposible entender el enfoque que nuestras autoridades le dieron a la pandemia. Dos posibilidades: Negligencia o estúpida negligencia. Reducido a una cuestión de noticias extranjeras y al alarmismo de las redes, el coronavirus parecía una cosa que sólo les pasaría a otros.

Llegados a la hora de la verdad, estamos por las nuestras corriendo a saturar los supermercados. Ahora ya estamos en la fase en que la política se acongoja ante la desgracia y se hace la distraída ante el tiempo perdido, ante las marchas y las aglomeraciones no suspendidas y ante su absoluta incompetencia para afrontar las emergencias. Ahora nos enteramos que las enormes sumas que nos cuesta el Estado presente no alcanzan para organizarse ante una crisis sanitaria, que nadie había destinado presupuesto a esta hipótesis, por cierto, nada extraña.

Ojo, esto es a nivel mundial. Escasos países se salvan de la chapucería inicial, nadie está preparado para una pandemia, pero menos nosotros, que llevamos años cuesta abajo en el indicador que sea que nos pongan enfrente. O sea, donde otros deben abordar la tarea inconmensurable de enfrentar una pandemia, nosotros tenemos que agregar la decadencia de las instituciones, que se vanaglorian de ser un sistema de salud inclusivo, gratuito y con perspectiva de género y en una semana ya ni son capaces de atender las líneas telefónicas de emergencias. Son los momentos en los que se ve que el poder político no va más allá de sumar votos o tongos.

La vertiginosa expansión del virus puso enclenque los sistemas sanitarios del mundo entero desde el pasado 20 de enero en que la Organización Mundial de la Salud (OMS) llamara a un comité de emergencia para abordar un nuevo coronavirus, tipo SARS, cuyo origen estaba en la ciudad china de Wuhan. Desde entonces, lo que no está descuajeringado amenaza con descuajeringarse. Las noticias caducan cada hora y toda data se vuelve obsoleta mientras se escribe.

A hoy, hay cerca de 150.000 casos confirmados y aproximadamente 5.000 muertos en todo el mundo. Imposible saber cómo evolucionará, en América Latina aún no llegó en invierno así que todo indica que va a escalar.

Fuimos ingratos

China nos regaló dos meses de experiencia; fuimos ingratos. El gobierno se hace controles en la Casa Rosada mientras quienes regresan al país son librados a su buena voluntad de cuarentena. Nos arrastran los acontecimientos pero estamos en manos de unos líderes adolescentes que no hacen otra cosa que echar culpas afuera, ministros de Educación que priorizan la ideología y medidas inconexas basadas en pulsiones y presiones en lugar de una sólida coordinación preventiva. La casta vuelve a procurarse los beneficios de la pertenencia aunque sea por el hecho de tener antes los tests y los retrovirales.

Nadie tiene idea de cómo seguirá esta lucha desigual y atolondrada contra el virus ni qué consecuencias tenga en términos de vidas humanas o en destrucción económica. Los sistemas de salud pueden garantizar muy poco y seguramente nuestra crisis económica no sea lo más recomendable para superar el desastre.

La propagación del coronavirus ya no sólo ha generado la angustia colectiva de la sociedad y su consecuente reflejo mediático, también una fuerte histeria en el mundo inversor. En las últimas semanas las bolsas han sufrido lo que ya se ha bautizado como el Coronacrack.

Hablamos de pérdidas de aproximadamente 21 billones de dólares en estos dos meses. Algo así como la totalidad del PBI estadounidense. La gran incertidumbre y la volatilidad, están generando uno de los mayores caos bursátiles de la historia. Estamos viviendo un fenómeno bursátil que, seguramente, estudiarán nuestros nietos. La Comisión Europea ya rebajó las expectativas de crecimiento para su zona. China no sabe cuánto le costará en términos de crecimiento.

Este virus, esta pandemia, esta crisis y este desasosiego va a pasar. Los humanos hemos estado en este atolladero muchas veces y en condiciones mucho más desfavorables. El covid-19 se va a contener seguro. Y muy pronto, ojalá este año, ya que hay cientos de laboratorios y empresas dedicadas al tema. La humanidad tiene hoy mejores bioquímicos y epidemiólogos y seguramente habrá una vacuna. Es verdad que estamos pasando un calvario, pero esto va a mejorar más rápido que otras pestes de la historia.

Lo que sí es cierto es que la pandemia nos coloca en una situación muy visceral, muy atávica. Nos obliga a ver que el espejismo de normalidad es muy precario y que, ante nuestros ojos, se desvanece aquello que denunciaba el genial Bastiat: el Estado deja de ser la gran ficción a través de la cual se trata de vivir a costa de los demás. Es simple, lo sensato vuelve a ser que nos protejamos y ayudemos entre nosotros. 

Los hijos del paternalismo

Las crisis, si podemos tener la pretenciosa idea de que sirven para algo, sirven para desnudar lo falaz de las pretensiones paternalistas de la política y nos colocan ante el desafío de nuestra propia responsabilidad. Esa responsabilidad que las políticas benefactoras pretenden erradicar para que depositemos nuestra esperanza en los derechos que graciosamente se nos otorgan. Ahora vemos que estamos por las nuestras.

El mundo se enfrenta a un problema de salud pública brutal, que ha obligado a decenas de países a tomar medidas drásticas, impopulares y dolorosas. Quienes más éxito tuvieron son los países que no titubearon por especular con su popularidad. Eficacia, velocidad, y cultura del orden y el respeto a la autoridad. Total shutdown. ¿Qué hará la política de los valores villeros como ámbito de socialización y patrón de conducta?
 
El discurso político, ahora, se ve obligado a predicar lo que durante décadas se empeñó en denostar: la responsabilidad individual, el cuidado personal, la protección de los ancianos, el respeto, la prudencia, la previsión, el ahorro y el racionamiento, la generosidad y el esfuerzo. ¿Podrán los hijos del paternalismo acatar estas directivas? ¿Pueden practicarse estas virtudes (tan inmediatamente necesarias) en un esquema político basado exactamente en lo contrario?
 
¿El sistema que premia al que incumple, que fomenta la imprevisión, que festeja al que hace trampa, que enaltece la decadencia y que enseña a no aprender, cómo hará para de la noche a la mañana explicar que sólo se sale de las crisis y las catástrofes haciendo exactamente lo opuesto?