VIGENCIA DE UNO DE LOS PILARES DEL TRADICIONALISMO CONTEMPORANEO

Gambra y una sublime negación

"El silencio de Dios", una de las obras de mayor hondura y belleza del filósofo navarro, contiene un proverbial "no" restaurador frente a las destructivas innovaciones modernas.

Por Sebastián Sánchez

Hay hombres que lo reconcilian a uno con los hombres. Hombres que han vivido diez vidas en una y que nos mueven, no ya a la envidia, sino a la humilde imitación. Hombres que han pasado su tiempo en la tierra siguiendo el resplandor de la Verdad y esforzándose por transmitirlo. Rafael Gambra (1920-2004), el muy navarro filósofo español, ha sido uno de ellos.

Fue uno de los pilares del tradicionalismo contemporáneo, un filósofo cabal de probada ortodoxia y de pluma diamantina. Su reflexión dejó impronta en varias generaciones españolas e hispanoamericanas y sus escritos poseen una inusitada vigencia. Como otros filósofos de su generación -con las mismas "ideas y creencias", diría Ortega- Gambra llevó una vida pletórica de serios y trascendentes aconteceres, sin excluir el "vivire pericoloso". Es que, como dice Gómez Dávila, "siempre hay Termópilas donde morir".
En julio del "36, cuando el Alzamiento, Rafael contaba con 16 jóvenes años y veraneaba con su familia en el Valle de Roncal, al borde del Pirineo navarro. Allí lo imaginamos, poco más que un niño, al pie de la Peña Ezcaurre, anoticiándose del inicio de la Cruzada.

No tuvo asomo de duda al alistarse como requeté - ¿qué otra cosa haría un hijo de prosapia carlista? - en el Tercio de Abárzuza. Combatió reciamente durante los tres años de la contienda, que terminó con el grado de alférez, jefe de una compañía del Tercio, y con media docena de medallas al valor en combate. 
Tras la batalla llegaría cierto apaciguamiento del espíritu en los estudios y el consiguiente inicio de una prolífica vida intelectual. No obstante, jamás cejaría en el ejercicio de la política (lejos, muy lejos, de los partidos), a la que concebía como "oficio del alma".

Estudió filosofía en la Universidad de Madrid -la que hoy lleva por nombre Complutense- y allí se doctoró con un trabajo significativo para sus ulteriores preocupaciones intelectuales: La interpretación materialista de la historia (1946).

Paralelamente cultivó el periodismo y colaboró en muchos medios de aquellos años, tales como Ateneo, Indice, Verbo, Príncipe de Viana, Nuestro Tiempo, Cristiandad, La Table Ronde, y Catolicismo y Reconquista.

EL HOMBRE Y LA OBRA

Don Rafael escribió mucho y bien. Por indicar sólo algunos de sus libros recordamos La primera guerra civil de España (1950), El existencialismo moral (1956), Eso que llaman Estado (1958), Historia sencilla de la filosofía (1961), El Valle de Roncal (1974), Tradición o mimetismo (1976), La unidad religiosa y el derrotismo católico (2002).

Dos libros suyos nos resultan especialmente significativos. El primero es El lenguaje y los mitos, publicado en 1983, en el que explica la mutación semántica que lleva al actual socavamiento de la lengua.

Mucho antes del enfermizo "todes", Gambra señalaba que "cambiar el lenguaje es cambiar el alma" y que "aceptar un término para su empleo habitual es aceptar una idea, por más que el sujeto la rechace inicialmente en el plano intelectivo". Este es un libro obligatorio para entender la guerra cultural de nuestros días.

Pero a nuestro entender una de sus obras de mayor hondura y belleza es El silencio de Dios, que discurre a mitad de camino entre la literatura religiosa y el ensayo filosófico. El librito, diminutivo que sólo remite a la cantidad de páginas, está prologado por Gustave Thibon. Ni más ni menos.

Allí, Gambra, siempre anclándose en la Tradición, remite también a autores modernos, especialmente a Antoine de Saint-Exupéry, para señalar, con inefable belleza, la necesidad de retornar a la Ciudad Cristiana, restaurando todo en Cristo.

De esa obra bellísima queremos rescatar un par de conceptos. Escribe allí don Rafael:
"Vuestras costumbres -dirá el insensato- no tienen nada de necesario; en otras partes son muy diferentes. ¿Por qué cambiarlas? ¿Que os fuerza a colocar las cosechas en el granero y los rebaños en el establo? ¿Qué a rezar en el templo y a bailar en la plaza? ¿Por qué no hacer una y otra cosa en cualquier sitio, según casos y conveniencias? (...) ¿Por qué no? Quizás ningún término exprese mejor la ruina interna de una civilización que esta simple pregunta: ¿por qué no?".

A los insensatos de siempre -que en nuestra época son legión- les basta hacer estar pregunta -encogidos de hombros y con la mueca torva- para arrojarse a la demolición de todo.

¿Hacer del Estado "una asociación de delincuentes" como llamaba San Agustín a todo ente político carente de justicia? ¿Corromperlo hasta los cimientos? ¡Por supuesto!, ¿por qué no?

¿Atentar contra la comunidad, contra todas sus instituciones naturales, pasando por arriba al matrimonio, a los niños, a la familia? Pero claro, ¿por qué no?

¿Promover cuanta ley inicua les salga del caletre, a condición de que promueva la destrucción -deconstrucción, le dicen ahora- del Orden Natural? Por supuesto, ¿por qué no?

¿Mutilar la historia, con las armas de la mentira y el más craso cinismo? ¿Demoler el lenguaje, convertirlo en un guiñapo, sujetarlo al dictado de la "checa" semántica, perseguir al disidente lingüístico? ¿Devastar la educación y convertir cada escuela en un sumidero de veneno ideológico? ¡Pero claro! ¿Por qué no?
¿Por qué no a todo? ¿Por qué no invertirlo todo? ¿Por qué no llamar al Bien, mal y al Mal, bien?

Sin embargo -y viene don Rafael Gambra al rescate- lo cierto es que "a esta objeción casi cósmica, que intenta siempre justificar una práctica nueva o la ruptura con un modo de ser o de hacer, contestó siempre la sabiduría ancestral con el conciso "porque no"".

Pues de eso se trata en principio: de prodigar a diestra y siniestra ese proverbial aserto, ese "¡porque no!" restaurador.

No faltará tiempo después para explicar a los hombres de buena voluntad las bases de esa negación sublime. Siempre se podrá dar cuenta de cómo esas dos palabras, que componen esa taxativa afirmación, hunden sus raíces en la Tradición sempiterna. Pero la verdad es que urge demostrar -con palabras y con hechos- ese absoluto ¡porque no!

Un maestro de la buena doctrina

Rafael Gambra, el pensador, el catedrático de Filosofía, el militante activo y comprometido que escribió una docena de libros y varios centenares de artículos de revista, lúcidos e inconformistas siempre, fue reconocido en vida como un apóstol de la tradición y un maestro de la buena doctrina.

De él se ha destacado que supo resistir a la nueva filosofía, perniciosa, impulsada por hombres como Maritain o Theilard de Chardin, que terminó por imponerse en el universo católico y que trajo, como consecuencia, una nueva teología que se distancia del Magisterio tradicional de la Iglesia: una moral de situación, alejada de las normas objetivas.

Y también que enfrentó con pareja tenacidad la consiguiente secularización, casi total, de la vida pública de los hombres y de las sociedades.

De sus escritos, en particular de su Historia Sencilla de la Filosofía, pero también del Curso elemental de Filosofía, han bebido varias generaciones de jóvenes que expresaron un sentimiento de orfandad a la muerte del maestro.

Es a la rectitud de su filosofía a la que se atribuye el hecho de que haya podido mantenerse Gambra fiel en lo dogmático y en lo moral, y haya seguido proclamando siempre los deberes de la comunidad política para con la religión.

Entre sus discípulos, el escritor y político Blas Piñar destacó precisamente la defensa del catolicismo tradicional que encarnó el filósofo contra los embates del llamado "progresismo", en los años del Concilio y en los posteriores.

El profesor Juan Antonio Widow entendió que el punto central de las preocupaciones del filósofo roncalés y la causa de profundos sufrimientos fueron las transformaciones de la Iglesia católica. Mientras que el también filósofo y jurista Miguel Ayuso postuló que toda la obra de Gambra participa del repudio radical de lo que supuso la civilización racionalista y su núcleo teorético.

Su colaboración en las empresas culturales de los años cincuenta, como Arbor, Ateneo, la Biblioteca del Pensamiento Actual, fue resaltada por su parte por el ex-ministro Gonzalo Fernández de la Mora.