Cumplir la Constitución o seguir en decadencia, esa es la cuestión

Por Ariel Corbat *

El concepto de lo que debe entenderse por seguridad varía de un Estado a otro, con diferencias que van de meros matices a divergencias filosóficas profundas. Más allá de la universal e imperiosa necesidad de conservar para el Estado el monopolio de la violencia, no es lo mismo lo que se entiende por seguridad en Corea del Sur que en Corea del Norte, en sociedades donde el individuo es respetado, que bajo regímenes donde se lo somete. 

El ordenamiento jurídico argentino define a la seguridad como la situación de hecho en la que se garantiza el estilo de vida propiciado por la Constitución Nacional, cuyo fundamento filosófico es la Libertad.

Esa claridad de concepto señala márgenes precisos para pensar, desarrollar, ejecutar y finalmente evaluar los resultados de las políticas tendientes a alcanzar ese alto objetivo. Y entre otras consecuencias descarta de plano la posibilidad de importar íntegramente un modelo de seguridad.

No es posible adquirir franquicia alguna de seguridad extranjera para resolver los problemas de seguridad nacionales, lo cual no significa de ninguna manera despreciar la experiencia y logros de terceros países en aspectos de compatibilidad puntual. 

Es, ciertamente, un margen estricto, sumamente incómodo para una dirigencia política que en su generalidad se siente a gusto en la confusión y no exhibe entre sus convicciones la voluntad de alcanzar y defender la irrestricta supremacía de la Constitución Nacional. 

INCUMPLIMIENTOS
Una larga lista de incumplimientos constitucionales, en el que la grosera acefalía del Defensor del Pueblo de la Nación desde hace ya diez años es apenas un ejemplo, explica la razón por la que al plantearse un entendimiento básico entre oficialismo y oposición se incluye "el respeto a la ley" como un tema a acordar. Viendo eso, cualquier analista comprende que la denominada seguridad jurídica, reclamada desde el más elemental sentido común por los potenciales inversores, es una utopía. 

Es todo un obstáculo para la seguridad de los argentinos, una clase política que interpreta, de su parte, al cumplimiento de la ley como algo facultativo. Más grave aún es que esa dirigencia política no nos cae en paracaídas, surge de una sociedad en la que no hay siquiera el consenso básico para diferenciar el bien del mal. 

Así, suele decirse con mucha liviandad que el mayor problema de la seguridad en Argentina es el narcotráfico. ¡Ojalá lo fuera! El principal problema en Argentina no es el narcotráfico ni la corrupción, sino aquello que favorece esas y otras actividades criminales: demasiada gente que no desea vivir bajo la irrestricta supremacía de la Constitución Nacional.

Explícitamente el 54% del electorado llegó a avalar el proyecto totalitario de corrupción estructural, decididamente contrario a la Constitución Nacional, del régimen kirchnerista; cuando ya no había dudas de su intencionalidad.

En un país donde los políticos abiertamente negocian como posibilidad el avenirse a cumplir la ley, mientras la sociedad se divide por cuestiones éticas y morales donde negociar es imposible, no existe mucha chance de obtener consensos para fijar desde allí políticas de Estado.

Hay una falla de fondo en el subsuelo de la conciencia argentina, no menos peligrosa que la falla de San Andrés, porque si bien se puede discutir razonablemente cuando los desacuerdos son sobre lo conveniente, como el grado de intervención estatal en la economía, no hay ni la más remota posibilidad de consensuar cuando la controversia es por estilos de vida enteramente incompatibles, por caso que una de las partes sostenga que está bien robar, con o sin códigos y en toda la literalidad de la palabra; porque en tal caso cualquier negociación implicaría complicidad o sometimiento ante los deshonestos.

Este cuadro de situación, tan poco promisorio y crudamente expuesto, afirma la necesidad de promover una fuerte concientización cívica, desde la claridad conceptual, para una reacción que exija de la política mucho más que la sola voluntad de algunos funcionarios bien intencionados.

En tiempos de campaña electoral, los candidatos gustan de hablar para todos, pero eso resulta hoy en Argentina una concesión tan demagógica como hipócrita. Lo único que un político decente puede prometer a todos los argentinos es el imperio de la ley; y además de ser muy pocos los que cuentan con solvencia moral para decirlo, ello implica desagradar y espantar a buena parte de la población.

El deber ser de la República Argentina es uno solo y está expresado en el texto constitucional, sin importar a cuántos guste o disguste. Por ello y en cualquier contexto coyuntural la política de seguridad está imposibilitada de pensarse para satisfacer a todos. Sólo debe orientarse, por definición y por principio, a brindar utilidad a la parte de la población que anhela alcanzar el estilo de vida propiciado por la Constitución Nacional.

Más aún, no hay ninguna razón para buscar congraciarse con quienes aborrecen la Constitución ni hacerles concesión alguna. Porque la política de seguridad debe defender la honradez de los honestos tanto como sostener al sistema que valora la honestidad. Finalmente: cumplir la Constitución Nacional o seguir en decadencia, esa es la cuestión.

* Periodista. El lector podrá encontrar más artículos del señor Corbat en sus dos blogs: plumaderecha.blogspot.com y unliberalquenohabladeeconomia.blogspot.com