Una morosa ópera estadounidense

"Un tranvía llamado Deseo", ópera en tres actos, con texto de Philip Littell y música de André Previn. Lo mejor de la representación fue sin ninguna duda su puesta. Enrique Bordolini diseñó una escenografía tan atildadamente bella como funcional.

"Un tranvía llamado Deseo", ópera en tres actos, con texto de Philip Littell y música de André Previn. Iluminación: José Luis Fiorruccio. Escenografía: Enrique Bordolini. Vestuario: Gino Bogani. Video: Alvaro Luna. Régie: Rita Cosentino. Con: Orla Boylan, David Adam Moore, Sarah Jane McMahon, Victoria Livengood, Orquesta Estable del Teatro Colón (dir.:David Brophy). El martes 7, en el teatro Colón.

Lo primero que cabe discernir es si el tenebroso drama de Tennessee Williams mantiene íntegra actualidad. Aclamado en su tiempo (1947), lo cierto es que las circunstancias que hicieron que "Un tranvía llamado Deseo" fuera casi idolatrado por la crítica de su país, el choque en la generación de posguerra de las familias tradicionales con los sectores obreros provenientes de la inmigración, el impulso sexual puesto descarnadamente quizás por primera vez sobre un escenario, la mezcla de soledad-realismo-fantasía, no parecen sostener hoy con el mismo nivel de invencible atracción una obra desde ya de mérito histórico-teatral indiscutible.

Ello no obstante, en segunda función de gran abono el Colón estrenó el martes "A streetcar named Desire", la ópera en tres actos con impecable libreto de Philip Littell que André Previn compuso por encargo entre 1994 y 1997 sobre la sureña pieza de Williams. El interrogante se plantea entonces acerca de las posibilidades de funcionamiento de un melodrama sustentado sin desviaciones sobre la obra del autor de "El zoo de cristal". Digamos desde ya que, por lo menos en este caso, la respuesta es negativa.

EN RETIRADA

En efecto, carente de hilo conductor propio, la demasiado extensa partitura de "Un tranvía llamado Deseo" (la velada se extendió por espacio de tres horas y cuarto) revela un estilo impersonal, producto de alguien que sabía orquestar con inteligencia (no siempre en los conjuntos) pero no aportaba pasión ni impulso vital, arranques de espontánea emanación. Armónicamente ambiguo, si se quiere descolorido, el contexto musical transcurre en un tono generalmente lánguido, que no crea la acción sino que la sigue y la comenta.

Los despliegues melódicos son casi siempre contenidos y se basan en líneas tímbricas y secuencias celulares que se suceden y engarzan si se quiere de manera agradable, pero sin conformar una unidad expositiva de relieve. Conclusión: casi un tercio de los espectadores se retiró luego de ejecutados los dos primeros actos (ciento cinco minutos seguidos, al mejor modo wagneriano). Ello sin perjuicio de ciertos fragmentos de elaborado lirismo, y de alguna acertada, envolvente sugestión de atmósferas.

Renombrado pianista y director de orquesta (fue titular de la Royal Philharmonic y de la Filarmónica de Los Angeles, y tuvo gran vinculación con la Filarmónica de Viena), músico de jazz, esposo de Mia Farrow primero (con quien adoptaron a Soon-Yi) y después de Anne-Sophie Mutter, Andreas Ludwig Priwin nació en Berlín en 1929, se nacionalizó estadounidense y al cabo de una trayectoria también estelar como escritor de bandas sonoras para películas, falleció en Manhattan el 28 de febrero pasado.

LOS INTERPRETES

El irlandés David Brophy condujo la Orquesta Estable con prolijidad y una inclaudicable morosidad que acentuó los baches del pentagrama, y su veterana compatriota Orla Boylan (Blanche DuBois, asumida por Renée Fleming en la premiere californiana de 1998), quien reemplazó a Daniela Tabernig, frente a una tesitura compleja, exhibió un registro marcadamente desgastado pero manejó con eficacia su personaje.

La soprano Sarah Jane McMahon (Stella), al margen de su canto melodioso, mostró un metal demasiado pequeño para un recinto de las dimensiones del Colón, y el tenor Eric Fennell (Mitch) cumplió por su lado con pulcritud. De todos modos, el barítono David Adam Moore (Stanley Kowalski, encarnado por Marlon Brando en la célebre película de Elia Kazan) fue quien acreditó la voz más calificada, homogénea, bien armada, limpiamente sonora.

Lo mejor de la representación fue sin ninguna duda su puesta. Enrique Bordolini, figura consagrada en la materia, diseñó una escenografía tan atildadamente bella como funcional; Alvaro Luna y José Luis Fiorruccio se lucieron con proyecciones lumínicas y de video de alto ingenio, y Gino Bogani fue autor de un acabado vestuario.

Párrafo aparte merece la labor de Rita Cosentino, uno de los puntales fundamentales de esta primera presentación, ya que el montaje y la marcación de tiempos teatrales y movimientos, gestos y ademanes, detalles, pasos, fueron decididamente de talentosa creatividad y ajuste.

Calificación: Bueno