La censura de los tolerantes

Estados y compañías tecnológicas proscriben ideas o personas en nombre de la inclusión. Valiéndose del concepto maleable de "discurso de odio", los censores modernos cuentan ya con las herramientas para silenciar voces extremas, incómodas o disonantes. El mecanismo también opera hacia atrás en el tiempo.

Las banderas de este tiempo son las de la inclusión, la tolerancia y la "ampliación de derechos". Pero bajo esos estandartes, tan inofensivos en la teoría, empiezan a insinuarse nuevas formas de censura que no sólo aspiran a silenciar voces incómodas sino que intentan -y ya han conseguido en muchos casos- borrar hechos históricos, tradiciones culturales y maneras de hablar, es decir, de pensar.

Es la intolerancia de los tolerantes y su base de operaciones suele estar en el pasado. La apelación a hechos condenables de la historia para denigrar las opiniones del presente es el recurso más efectivo de los nuevos censores. Hay una versión simple de este método que consiste en tildar de "facho", "nazi" o "antisemita" a cualquier contradictor. Es algo corriente hoy en las redes sociales, a imitación de lo que antes sucedía en las discusiones de café. Pero el fenómeno no sólo es retórico. Las gigantescas empresas privadas que dominan Internet y los Estados de países democráticos se valen ya del mismo recurso para justificar la proscripción, siempre selectiva, de determinados escritores, pensadores, libros, ideas o movimientos.

Sucede con más frecuencia de lo que se percibe. A comienzos de 2018 y después de meses de agrios debates, la venerable editorial Gallimard dio marcha atrás en su plan de publicar los panfletos considerados antisemitas que Louis-Ferdinand Céline (1894-1961), una de las grandes plumas francesas del siglo XX, había escrito en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. "En nombre de mi libertad de editor y de mi sensibilidad con mi época, suspendo este proyecto, al juzgar que las condiciones metodológicas y memoriales no se dan para contemplarlo de manera serena", dijo aquella vez el presidente de la editorial, Antoine Gallimard.

Sobre la retractación del célebre sello francés habían pesado las protestas de entidades judías, una carta de la embajadora israelí en París, la opinión cautelosa del entonces primer ministro galo y hasta una reunión con los editores pedida por el "delegado interministerial para la lucha contra el racismo, el antisemitismo y el odio anti-LGBT", cargo muy revelador creado por el gobierno francés para intervenir en estas cuestiones. La retirada fue tan extraña que mereció algunas críticas -suaves- del muy progresista ambiente intelectual galo.

Otro maldito, Charles Maurras (1868-1952), tuvo mejor suerte editorial. El año pasado pudo publicarse sin objeciones una voluminosa antología con los escritos del ideólogo nacionalista y fundador de la Acción Francesa. Pero su caso también provocó un repliegue, ya no de parte de una casa editora sino del gobierno francés. Las autoridades habían incluido el nombre de Maurras en la lista de conmemoraciones oficiales previstas para 2018 -se cumplían entonces 150 años de su nacimiento- pero las protestas levantadas ante ese gesto apenas burocrático lo forzaron a retroceder, no sin algunas tibias contradicciones entre funcionarios. 

"Conmemorar es rendir homenaje. Maurras, escritor antisemita de extrema derecha, no tiene lugar en las conmemoraciones nacionales de 2018", tuiteó el "delegado interministerial" antes citado, cuya opinión, al parecer, tiene mucho peso entre los franceses. Poco después, Maurras fue borrado de la lista de conmemoraciones.

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Francia no está sola en eso de "hacer la guerra a los muertos", según la acertada definición que hace poco acuñó el historiador estadounidense Victor Davis Hanson.

En Andalucía, España, una escuela dejó de llamarse "Ramiro de Maeztu" para no infringir las leyes de Memoria Histórica que se proponen eliminar del país todo vestigio de presunto franquismo. Y eso a pesar de que el autor de Defensa de la Hispanidad, católico tradicional de derecha iniciado en la izquierda anticlerical, no fue victimario sino víctima de la Guerra Civil española, puesto que murió fusilado en 1936 por milicianos republicanos. Lo recordó el catedrático David Jiménez Torres, estudioso de la obra del escritor. "Es falso decir que Maeztu se opuso con las armas a la democracia. Fue más bien al revés: en nombre de esa democracia se le pasó por las armas", señaló en un artículo aparecido en el diario El Mundo. Nadie hizo caso a su protesta.

En Estados Unidos los censores viajan más atrás en el tiempo. Su obsesión es Cristóbal Colón. En noviembre de 2018 la ciudad de Los Angeles, en California, retiró una prominente estatua del descubridor de América con el argumento, esgrimido por un concejal indigenista, de que puso en marcha "el mayor genocidio de la historia". La medida fue uno de los actos más espectaculares de la campaña para conseguir que el 12 de octubre ya no se festeje el Columbus Day ("Día de Colón") en homenaje al marino genovés. Ahora se busca imponer el "Día de los Pueblos Indígenas". A fines de abril, Maine fue el último estado en aprobar la modificación, con lo que se agregó a los otros siete que ya adoptaron el cambio que hace meses se discute en la prensa y los círculos intelectuales norteamericanos.

La moda llegó a lugares impensados. Por ejemplo la Universidad de Notre Dame, antiguo baluarte del catolicismo universitario en EE.UU. A principios de este año, la casa de estudios decidió cubrir los doce murales pintados a fines del siglo XIX en el ingreso al edificio principal que representan la colonización y evangelización de América por los primeros europeos. Su presidente, el reverendo John I. Jenkins, tomó la medida cediendo al reclamo de alumnos, egresados, profesores y empleados. Ahora esas obras de gran valor artístico y pedagógico serán preservadas pero no podrán verse en persona. Sólo se proyectarán fotos en un lugar a designar.

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Extrema, ridícula, siempre implacable, la nueva censura no se agota en reescribir el pasado ni su práctica es monopolio de los Estados. Sus tentáculos también alcanzan el presente y se extienden hacia el futuro en esos nuevos foros del debate político y cultural: las redes sociales.

Tendidas por fuera de los medios de comunicación tradicionales, las redes no tardaron en convertirse en los canales favoritos para la circulación de ideas adversas al consenso liberal-progresista que desde la Segunda Guerra Mundial domina la política, la prensa y la cultura de casi todo el planeta. Esa rebelión, impensada en un mundo que marchaba sin pausa hacia la total uniformidad, ayuda a entender hechos como el Brexit, el triunfo de Donald Trump, el ascenso de un partido como Vox en España, las protestas de los "chalecos amarillos" y las movilizaciones en rechazo al aborto en la Argentina.

El antielitismo expreso de los sublevados, sus apelaciones orgullosas al patriotismo, al nacionalismo o incluso a la fe cristiana, desconcertaron a los custodios del pensamiento único. Cundió la preocupación entre ellos. Y de la noche a la mañana, quienes elogiaban a las nuevas tecnologías por la presunta democratización que traerían, pasaron a condenarlas porque, a su juicio, estaban generando, mediante elecciones limpias, un regreso del autoritarismo, el nacionalismo y el populismo. Urgía buscar correctivos.
Las primeras medidas fueron un poco toscas. En agosto de 2018 YouTube, Facebook, iTunes (de Apple) y Spotify eliminaron de un plumazo y al mismo tiempo las cuentas de Alex Jones, dueño del portal Infowars y definido en la prensa como "provocador de extrema derecha y teórico de la conspiración". El apagón generó módicas protestas en el periodismo tradicional, pero fueron más las justificaciones.

Después se profundizaron prácticas conocidas por todos los usuarios: denuncia y suspensión de cuentas, brusca reducción de seguidores, rechazo de fotos o textos tachados de ofensivos (contra el aborto o la ideología de género, por ejemplo) o engañosos (las ahora omnipresentes "fake news").

La selectividad de las acciones (los damnificados suelen ser de derecha) despertó algunas sospechas y en Estados Unidos al menos llamó la atención de la política. A comienzos de abril, el Senado, dominado por republicanos, convocó a audiencias para analizar "la pauta consistente de sesgo político y censura de parte de las grandes tecnológicas". Los demócratas se burlaron de la acusación y respondieron que son otros los males de esas compañías: fomentar el discurso de odio y la desinformación. Un testigo denunció incluso que Facebook y Google "no fueron lo bastante enérgicos para vigilar sus plataformas" y limpiarlas de "teorías conspirativas", un tema que obsesiona a las elites internacionales.

Después del atentado en marzo pasado contra una mezquita en Nueva Zelanda, una comisión de la Cámara de Representantes (de mayoría demócrata) convocó a sus propias audiencias para investigar el papel de Internet en la proliferación internacional del "nacionalismo blanco", línea en la que decía ubicarse el autor de la matanza. El presidente de la comisión llegó a responsabilizar al propio Trump por "atizar las llamas" con un discurso que "puede motivar o envalentonar a los movimientos del supremacismo blanco". La moraleja no expresada era obvia: rebelarse contra el poder de las elites mundiales es un comportamiento peligroso que conduce a la violencia y tarde o temprano tendrá que ser censurado.

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¿Hasta dónde llegará la nueva censura? Una pista la aporta el estudio "Discurso de odio en las redes sociales: comparaciones mundiales" publicado en la página web del influyente Council on Foreign Relations (Consejo de Relaciones Exteriores). Es un texto breve pero que une todos los puntos a partir de la noción maleable de "discurso de odio". No menos significativo resulta que las fuentes del trabajo sean artículos de la prensa internacional o informes de organismos internacionales o no gubernamentales.
Los ataques a "inmigrantes y otras minorías", alega el trabajo firmado por Zachary Laub, plantean "nuevas preocupaciones" sobre la relación entre el "discurso incendiario" en la red y los hechos de violencia. "La misma tecnología que permite a las redes sociales galvanizar a los activistas por la democracia, puede ser usada por grupos de odio que buscan organizarse y reclutar", advierte. Luego admite la dificultad de abordar un tema que afecta la libertad de expresión, y explora las perspectivas de vigilancia adoptadas en distintos países, como Estados Unidos, la India, Japón o la Unión Europea (que es la más rigurosa hasta la fecha).

El apartado final plantea esta pregunta decisiva: "¿Cuáles son las perspectivas de una persecución penal internacional?" Destaca que así como en los procesos de Nüremberg o Ruanda se castigó a dueños de medios de comunicación por incitar al genocidio, podría llegar el día en que "usuarios de redes sociales con masas de seguidores también deban rendir cuentas penalmente". Es decir, el tuit como delito de lesa humanidad.

¿Es posible legitimar la censura en el siglo XXI? Sí, siempre que se demonice primero a quienes se pretenda censurar.