La gran guerra de nuestros tiempos

A diferencia de las luchas tradicionales, la batalla cultural no busca solucionar conflictos sino causarlos.

POR MARIANO REY

Para entender mejor la esencia de la batalla cultural preconizada por las izquierdas y demás fuerzas de la decadencia, conviene compararla con la de la guerra clásica. Tradicionalmente, es el conflicto el que causa la guerra. El comienzo convencional se debe a una disputa de intereses entre al menos dos grupos que sostienen posiciones irreconciliables, y la guerra se propone como solución a tal conflicto. La expresión extrema ratio "la guerra es el último de los medios" implica la aspiración de terminarla lo antes posible, evitando la mayor pérdida de recursos. En cambio, en la batalla cultural no se puede encontrar un comienzo definido ni intereses claros. La guerra intenta causar el conflicto. Puede definirse como la búsqueda insaciable de nuevos antagonismos sociales en que la izquierda pueda ingresar. Se trata entonces de la batalla como causa en sí misma, a fin de obtener el conflicto social.

Así, los izquierdistas buscan constantemente provocar enfrentamientos por temáticas arbitrarias que luego politizan: una chica que va sin corpiño al colegio -una intimidad, en el mejor de los casos-, o mujeres defendiendo los derechos de "las animalas".

Una vez generada la polémica, los medios tratan a tal capricho como si fuera un acontecimiento que debe interesarnos a todos. A tal capricho "individual" lo dimensionan como "polémico", convirtiéndolo en conflicto "social". Así, lo introducen en la lógica de su discurso hegemónico, donde se lo trata como la respuesta virtuosa que se esgrime ante el "sistema represivo". La intención frente al conflicto no es solucionarlo, sino extenderlo como llamas.

LOS "COLECTIVOS"

Otro factor decisivo para esta guerra no tradicional es la creación de un auténtico ejército, los llamados "colectivos", integrados por gente estructuralmente conflictiva que viva propiciando y protagonizando enfrentamientos constantes. Es por esto que la izquierda ve siempre con buenos ojos a los marginados del sistema. En realidad, lo que menos le interesa es mejorar la condición de esos "desposeídos".

Es más: para la izquierda, un marginado que logra reintegrarse a la sociedad es un soldado menos para su causa, porque en realidad necesita marginales orgullosos de su propia marginalidad; la marginación como elección, y no como producto de la desgracia. La principal estrategia es proveer de una identidad a los disconformes, a los inadaptados, a las minorías, a los idiotas útiles. Desde el sistema educativo se sensibiliza a la sociedad ante cualquier pretensión de tal o cual colectivo. El fin es muy claro: convertir a la mayoría de los ciudadanos en potenciales milicianos. Se sirven de la buena voluntad de los jóvenes y de su entrañable idealismo.

En la actualidad, esos centros de formación son las universidades públicas, y más que nada las concentradas en las áreas de Sociales. Ahí se adoctrina sistemáticamente a los ingresantes para que cuenten con el abanico de respuestas necesarias -lugares comunes repetidos hasta el asco-, y la "formación" adecuada para difundir el discurso hegemónico, aquel que condiciona la forma mentis de la población. A la vez, se les niega que son predicadores de la ideología dominante, que es precisamente lo que son. Además de carreras totalmente anticientíficas como Licenciatura en Género, también existen obligatorios centros de adoctrinamiento. Me refiero a las escuelas, en las que cada vez desde más chicos se les enseñan a los alumnos esos contenidos.

Cuando en una guerra tradicional el ejército ganaba una posición o un terreno, sometía al pueblo vencido. Lo dominaba desde una posición exterior, por lo cual muchas veces estas conquistas no prevalecían en el tiempo, dado que el mismo pueblo intentaba independizarse. Así, al ser liberados, olvidaban rápidamente las leyes del conquistador. Por esto la conquista convencional implicaba que el individuo perdiese su libertad, lo cual no le evitaba pensar lo que desease; es más: la falta de libertad era justamente el acicate de su pensamiento, de su disidencia, de su resistencia. Era vencido, pero no convencido. El dolor físico garantizaba la perpetuidad del régimen, pero a la larga también significaba su fin. Tendrían que pasar muchas generaciones para que el oprimido naturalizara su condición.

OTRA ESTRATEGIA

La colonización cultural no impone su sistema de creencias y valores por medio de la fuerza bruta. La estrategia consiste en presentar semejantes ideas con tal astucia que quienes las reciben las consideran como propias, como generadas por ellos mismos. Y todo presentado bajo la fachada de una liberación, que en realidad es alienación. Tal alienación, tal erradicación del ser individual y social, permite la hegemonización de la cultura por parte de la izquierda: el dominio de los individuos, bajo su propia y complacida anuencia.

Y esa estrategia global se manifiesta bajo diversas modalidades. Los neocolonizadores pretenden saber más del estilo de vida de los nativos que los nativos mismos; incluso aparentan estar más preocupados que ellos por sus condiciones de vida. Los militantes son gente muy buena, auténticos benefactores: sólo vienen con la intención de empoderar al oprimido, y para eso buscan transformarse en sus abogados, en sus representantes y hasta en sus diseñadores de imagen. Así nos topamos, por poner un caso, con los llamados activistas de género, que pretenden explicarles a las mujeres cómo ser una mujer.

Ya no es la primera opción la destrucción del enemigo o de los neutrales, sino la deconstrucción ["Deshacer analíticamente los elementos que constituyen una estructura conceptual" (Drae)] del diferente. Este es un proceso mucho más sofisticado y duradero que el anterior, ya que no implica privar al individuo de su libertad: lo prioritario es alienarlo; borrar la identidad del dominado, borrar los conceptos que le permiten razonar, para convertirlo en un nuevo promotor del discurso que lo hegemoniza. La pérdida de su individualidad, de sus valores, de su moral permite reclutarlo en las filas de la nueva izquierda siempre ávida de votos, y sobre todo en los países en que es minoría.

Cuando la izquierda se enfrenta ante instituciones imposibles, por su estructura, de hegemonizar, vuelve a la guerra tradicional e intenta eliminarlas de forma violenta, lanzando bombas molotov a las iglesias o disparándole con morteros tumberos a la Policía. En general, el propósito final de la guerra convencional es debilitar o destruir las fuerzas militares del enemigo, para negarle la posibilidad de seguir combatiendo y obligar a su dirigencia política a rendirse. Las guerras tradicionales tienen tal fin.

El problema es que el marxismo cultural no propone una sociedad concreta, como hacía antes el marxismo clásico con su dictadura del proletariado. Sólo tiene una dirección, una tendencia progresiva: problematizar hasta los temas más insignificantes, un gesto de caballerosidad en el colectivo, por ejemplo. Al mismo tiempo, inyecta contradicciones dialécticas que no le permiten a la gente generar ni siquiera los pensamientos más básicos: si hay médicos que recetan cannabis, entonces fumar marihuana no debe de ser tan malo; ser provida o manifestarse a favor de las dos vidas es militar en el bando de los "antiderechos"; por lo tanto, alguien contrario al aborto es un potencial violador o femicida.

Debemos entender que ninguna de sus exigencias es un fin en sí misma; más bien, cada causa es utilizada como medio para obtener más poder. Es por eso que estamos ante un nuevo tipo de guerra, como decíamos, basado en interminables batallas de desgaste. Una guerra de guerrillas, pero ideológica. Una guerra de trincheras intelectuales, en la que el enemigo avanza falacia a falacia. Nos enfrentamos a adversarios insaciables, que siempre estarán dispuestos a dar un paso más allá, a destruir un límite sólo para destruir el siguiente, a encontrar una nueva y supuesta opresión. Son los países en donde prevalece la idea del aborto legal o en donde se impone la ideologizada educación sexual infantil los que siguen avanzando en nuevos terrenos de lo desconocido, lo absurdo, lo desmesurado. Pero ni ellos saben qué hay más allá.

Galeano nos dirá que "La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar". Es la ilusión la que hace girar la rueda. Allí alejada, en el horizonte, a la ilusión nadie puede verla claramente, y cada uno se la imagina a su antojo. Para eso sirve la utopía, señor Galeano, para llevar a las moscas hacia una luz que ni usted ni nadie sabe dónde va a acabar.

"Viviendo en la revolución permanente" nos diría Trotsky, quien precisamente fue expulsado por su propio partido porque sus ideales no eran ya favorables para la segunda etapa de la revolución: la estabilización de una sociedad.

En palabras de Enrique Díaz Araujo, los cooptados por la revolución son "estériles e impotentes para crear y construir algo nuevo que le sirva al hombre"; su discurso es "indigente, catastrófico y perverso" [...] "Como no tiene (la izquierda) nada real que ofertar en reemplazo de lo que ataca, se complace en llenar la mente de las desvalidas masas occidentales con utopías absurdas y con odios negadores. Es la Rebelión de la Nada".

Pero no hay que confundirse; aunque a simple vista esta guerra heterodoxa dé la impresión de estar girando ad eternum en su propio eje, la guía una finalidad muy precisa: destruir la cultura occidental y sus valores.