Claves de la argentinidad

A propósito de una nota de N. Kazansew

Agradezco a Nicolás Kazansew su nota sobre Malvinas y mi padre publicada este 2 de abril en La Prensa. También a los pilotos citados en la nota por su recuerdo y testimonio.

Mi casa paterna estuvo siempre colmada de curas y militares. La Cruz y la Espada no fueron mera retórica sino una experiencia cotidiana. Fue esa forma natural con que mis padres me educaron en el amor a Dios y a la Patria.

Las charlas de sobremesa me enseñaron más que las conferencias y los libros porque muchos de quienes compartían nuestra mesa fueron verdaderos arquetipos.

Lo curioso es que esta constante concurrencia de hombres de armas ocurriera en casa de intelectuales. Por cierto que también nos visitaban y honraban intelectuales y algunos ilustres. El tema, me parece ahora a la distancia, es que mi padre, si bien fue un filósofo hasta su muerte socrática y cristiana, fue por sobre todo, un maestro (tanto que yo no logro separar del todo al papá del maestro). Pero un maestro comprometido definitivamente con

el destino de su patria. Fue precisamente esa condición de filósofo que velaba por la Ciudad, lo que explica su relación con la Fuerza Aérea Argentina y que fuera precisamente en esa Fuerza donde tuvo mayor influencia su pensamiento.

UN RECUERDO

 Con respecto a esta relación de mi padre con la Fuerza Aérea guardo muchos recuerdos; pero quiero referirme ahora a uno de ellos conmovedor y trágico. Cada vez que venían a Buenos Aires para un desfile o cuando partían para un viaje de egresados solían venir a casa numerosos cadetes de la Escuela de Aviación Militar de Córdoba: eran jóvenes que querían conocer personalmente al autor de los libros que sus oficiales instructores les daban como lectura. En 1965, como tantas otras veces, estuvieron de visita los egresados de ese año que al día siguiente partían para su vuelo de instrucción.

La diferencia con otras oportunidades es que esta vez estuvo presente casi la totalidad del curso. Fue la promoción de la Fuerza Aérea Argentina que murió en un trágico accidente de aviación cuando el Douglas DC-4 que la trasportaba desde la Base Aérea de Howard en Panamá al Aeropuerto de San Salvador, desapareció tras anunciar un incendio en sus motores. Esto ocurría el 3 de noviembre de ese mismo año 1965. En el vuelo iban cincuenta y cuatro cadetes aparte de los nueve miembros de la tripulación y cinco oficiales.

Todos perecieron. Con ellos se perdió una entera generación de nuestra Fuerza Aérea, una generación excepcional según nos contaban sus instructores y profesores. Esas cosas que tiene el Buen Dios y que nos cuesta aceptar.

EN CORDOBA

Décadas después fui con mi esposo a visitar a la cárcel cordobesa de Bouwer (donde estaba injustamente detenido) a un viejo amigo, Coronel Gustavo Diedrichs, de Ejército, a quien conocía desde la adolescencia ya que solía venir a casa los sábados por la tarde, cuando era cadete, a unos cursos que dictaba mi padre para cadetes justamente los sábados por la tarde y los domingos por la mañana. Pasamos allí ese día de visita familiar y de amigos.

De pronto, de pie, junto a una puerta que daba a la sala de visitas, reconozco a otro viejo amigo, el Comodoro Puy (a quien años atrás visitábamos en la ex cárcel militar de Magdalena donde estuvo alojado un tiempo por carapintada).

-¿Estás adentro o estás afuera?, le pregunté.

-Estoy de visita, por ahora - me respondió.

Pues bien, este amigo le dijo a los aeronautas -presos también allí- de quién era hija la persona a la que había saludado. Enseguida vinieron ellos a nuestra mesa a la que terminaron rodeando y acariciando mis oídos con recuerdos de mi padre, de sus libros, de sus clases. Ese día tuve el honor de conocer, entre otros, al Yacaré Benítez, héroe de Malvinas, preso tras uno de los ignominiosos juicios por la verdad que lo son de la mentira.

Para finalizar estos recuerdos, algo más jocoso que alivie el exceso de sentimentalismo lúgubre que no le hubiera gustado a mi padre. En ese mismo viaje a Córdoba, el Comodoro Alvarez, yerno del gran filósofo cordobés Alberto Caturelli, me contó una anécdota muy graciosa de su época de cadetes que hoy indignaría a los psicopedagogos y psicopedagogas.

Resulta que los instructores les daban como obligación a los cadetes leer una determinada cantidad de capítulos de algún libro de mi padre. Llegaba el ansiado fin de semana y antes de salir de franco el entonces Comodoro Simari les tomaba la lección para comprobar si en verdad habían o no leído lo ordenado. El que no lo había leído, ¡no salía de franco! ¿Saben lo qué significa el franco para un cadete? Creo que Simari era el Jefe de Estudios. Bueno, le dije a Alvarez- me asombra que a pesar de esto ustedes lo quieran a mi padre y a sus libros. Con ustedes parece que se empleó aquello de la letra con sangre entra.

Así fueron las cosas. Creo que estos recuerdos abonan, desde la intimidad, la historia del Factor Genta como lo llamaron los ingleses.