Un nacionalista de dos mundos

Recuerdo personal de Alexander Solzhenitzyn, a cien años de su nacimiento. En 1984 el autor de esta nota logró entrevistar en su casa de Vermont, Estados Unidos, al célebre disidente ruso. Esta es la primera parte de la evocación de ese diálogo con un titán del siglo XX.

POR NICOLAS KASANZEW

PARA LA PRENSA

Alexander Solzhenitzyn, premio Nobel de Literatura 1970, de cuyo nacimiento se cumplen el 11 de diciembre 100 años, es mi héroe. Un héroe cuya memoria es bastante menospreciada en la propia Rusia, adonde él volvió del exilio en 1994. Me voy a permitir una pequeña introducción personal, porque de lo contrario costaría comprender mi relación con el escritor. Soy hijo de exiliados políticos rusos. Después de la revolución de 1917 mis abuelos combatieron en la guerra civil contra los rojos, y se exiliaron tras la derrota de los "blancos". Me trajeron a la Argentina cuando tenía 5 meses.

Los exiliados rusos creían firmemente que el comunismo iba a caer en unos meses o a lo sumo el año que viene. Y por eso, en aquella primera etapa del exilio, ni siquiera compraban propiedades, poco menos que no deshacían las valijas, esperando volver. Yo fui criado también en esa esperanza: volveríamos a tomar las armas para abatir a la tiranía comunista. Es que no era una emigración económica. Los "blancos" meramente se habían replegado, para algún día volver a atacar. Lamentablemente, casi ninguno de los blancos llegó a ver el momento de la caída del régimen comunista. Una caída parcial, por otra parte, por cuanto el sovietismo sobrevive y gobierna en la Rusia de hoy.

Educado en los principios de mis abuelos, pero viviendo en la Argentina, crecí como un nacionalista de dos mundos. Sentía de la misma manera la pasión por la patria de mis ancestros, como por mi patria adoptiva. Y por ende tuve una militancia paralela en el nacionalismo tradicionalista argentino y en el nacionalismo tradicionalista ruso, sin sentir en ningún momento que ambas militancias se contradijeran en lo más mínimo. Entendámonos: para mi sólo vale la acepción de "nacionalista" del filósofo Jordán Bruno Genta: amor exasperado a la patria, cuando esta se encuentra en peligro.

Cuando fracasé en mi decisión de seguir la carrera militar (soy el primer civil en una estirpe de 500 años de militares rusos), porque la ley 346 bis prohíbe a cualquier no nativo de la Argentina no sólo ser oficial en las Fuerzas Armadas, sino tampoco oficial de policía ni de la marina mercante, elegí el periodismo como otra forma de combate por la verdad: tanto en castellano, como en ruso.

El periodismo en castellano me ha servido para la supervivencia económica, en tanto que en ruso siempre fue totalmente ad honorem. Lo ejercí en el periódico monárquico Nuestro País, fundado en 1948 en Buenos Aires por otro escritor que también padeció, como Solzhenitzyn, los campos de concentración comunistas, sólo que antes de la Segunda Guerra Mundial: Iván Solonevich.

IVAN SOLONEVICH

Solonevich se había fugado en 1934 a Finlandia, desde un campo de concentración en la Unión Soviética. Luego publicó su primer periódico en Bulgaria, adonde la policía política de la Unión Soviética, la Cheka-GPU-NKVD le mandó por correo una bomba, que mató a su mujer y a su secretario. Tras mucho peregrinar, Solonevich llegó a Buenos Aires en 1948 y empezó a editar este semanario monárquico ruso. Pero en 1950 luego de varias denuncias realizadas por elementos filosoviéticos, fue expulsado por el gobierno de Perón al Uruguay, donde murió en 1953. Sus ayudantes siguieron editando el periódico, hasta que en 1967 yo me hice cargo de la parte periodística.

Luego de que Solzhenitzyn fuera expulsado de la Unión Soviética, a principios de 1975, me llegó una carta suya al periódico, donde pedía que se publicara su exhortación a los que él llamaba "los rusos mayores de la revolución".

En ella solicitaba documentación, memorias, fotos, testimonios sobre la revolución de 1917 y la consecuente guerra civil. El pedido tuvo mucho eco entre los rusos exiliados: le llovieron materiales al escritor. Ese fue su primer contacto con mi periódico. Después me hizo llegar otros escritos suyos, generalmente relacionados con la cruzada política que llevaba contra el régimen soviético, y entablé correspondencia con él. Siempre fue muy atento en sus respuestas, que eran sumamente interesantes. Yo, por supuesto, soñaba con conocerlo personalmente, y un par de veces le pedí que me concediera una entrevista, pero sin resultado.

En 1984, yo había recibido una invitación para hacer una gira con otros periodistas por el Extremo Oriente y el vuelo era vía Nueva York. Desde esa ciudad le envié al estado norteamericano de Vermont una carta, esta vez sin pedirle entrevista alguna, señalándole que sabía lo ocupado que estaba, pero que quería al menos estrecharle la mano, aunque mi visita fuese de 5 minutos. Y le dejé la dirección de mi tío neoyorquino. Cuando vuelvo de Extremo Oriente, y llamo a mi tío desde el aeropuerto Kennedy, este exclama: "¡Mañana te espera Solzhenitzyn!".

RUMBO A VERMONT

Darme cuenta de que finalmente iba a conocer a ese titán, a ese clásico viviente, fue un impacto tremendo. Lloré de emoción el trayecto entero en taxi hasta la casa de mi tío y no pegué un ojo en toda la noche.
A la mañana siguiente tomé un vuelo a Boston y de allí un avioncito hasta Cavendish, Vermont. La esposa de Solzhenitzyn me había escrito que me recibiría un señor estadounidense de unos 40 años, de nombre Lenart, una suerte de asistente, que había empezado como profesor de inglés de los hijos del escritor. Y le digo: "¡No puedo ir con las manos vacías! ¿Puedo comprar algo? ¿Le gustan las rosas a la mujer de Solzhenitzyn?".

"Sí, sí, le gustan mucho, pero tiene que ser un número impar". Me llevó a una florería del pueblito y compré todas las rosas que había, cuidando de que no fuera un número par. "Y a él, ¿qué le puedo regalar?".

"A él no le gustan los regalos, siempre protesta contra ellos, pero creo que en su fuero íntimo no le pueden disgustar. ""Pero, ¿qué le regalo? ¿Le gusta tomar vodka?". "Sí, le gusta". Pues le compré una finlandesa para él y como era Semana Santa, huevos de Pascua para los hijos.

Llegamos finalmente a su dacha, dos casonas ubicadas en el medio de un bosque (con una capilla privada en la cercanía), y Lenart me dice: "Ellos tienen un sistema: primero usted va a tomar café con Natalia Dimitrievna, su esposa, ella conversará con usted y después lo va a llevar al segundo edificio donde lo va a recibir Solzhenitzyn".

La señora me pareció inteligentísima, brillante, muy culta y sobre todo muy compenetrada intelectual y espiritualmente con su marido.

LIBROS COMO SOLDADOS

Aquí tengo que hacer una digresión. Los que éramos descendientes de exiliados rusos blancos, al soñar con la liberación de Rusia del comunismo, seguíamos muy atentamente las novedades políticas y literarias de Rusia. Entonces, cuando aparece Un día en la vida de Ivan Denisovitch, el primer libro de Solzhenitzyn, publicado en la Unión Soviética en el año 1962, que más tarde llega a mis manos, junto con su famosa carta abierta contra la censura comunista dirigida al Congreso de Escritores de 1967, yo percibí inmediatamente que era un tradicionalista ruso. ¡Pero lo percibí con el alma! Porque no había ningún indicio directo de ello, él usaba un lenguaje de Esopo.

Inclusive en Occidente, cuando apareció Un día en la vida de Ivan Denisovitch, bendecido además por Nikita Khruschev que quiso aprovecharlo en su lucha contra la imagen de Stalin, todos dijeron: "Este es un marxista ortodoxo, por fin un marxista con rostro humano, no como los stalinistas".

Pero yo sentía claramente que se equivocaban. Solzhenitzyn siempre fue un soldado, un estratega. Es muy significativo cómo habla de sus propios libros: son compañías, regimientos o divisiones, son tropas que están al ataque o agazapadas esperando el momento de contraatacar. Ese fue el Solzhenitzyn que yo percibí: él no estaba mostrando todas sus cartas, es decir todas sus "tropas" de entrada, sino que lo hacía en forma paulatina. 

Cuando sale Archipiélago Gulag, ya nadie podía decir que este escritor era marxista, pero entonces comenzaron a sostener que era un liberal de tomo y lomo, de los buenos. "Bueno -se consolaban- no será marxista, pero es de los nuestros, es liberal".

Sin embargo, cuando Solzhenitzyn llega a Estados Unidos y hace su famoso discurso en la Universidad de Harvard, fustigando las lacras de la cultura occidental actual, ya se dan cuenta que de liberal no tiene nada, sino todo lo contrario, y entonces exclaman: "¡Es un nacionalista ruso!".

Con todo, a uno de estos "ejércitos" que él guardaba agazapado, Solzhenitzyn no lo blanqueó prácticamente nunca. Y en 1984 fui el elegido por el destino para conocer la existencia de este último "ejército", esta última postura, la más recóndita, la más esencial de él. Y es que Solzhenitzyn resultó ser monárquico, zarista, aunque nunca lo dijera en público en forma absolutamente abierta, si bien su obra está sembrada de indicios de ello, visibles para el lector alerta. Al menos, así lo entendía yo.

Como el periódico que yo manejaba era monárquico, a mí me interesaba mucho corroborar en forma personal esta percepción que tenía. E iba a tener la oportunidad de hacerlo en esa reunión que se me iba a dar con Solzhenitzyn. 

No mostrar su rostro enteramente, siempre fue parte central de su estrategia. En sus memorias literarias, El becerro embestía al roble, es apasionante leer sobre las distintas tácticas que iba implementando para engañar al gobierno soviético, porque de haberlo chocado de frente y con todas las cartas sobre la mesa, el Leviatán comunista lo hubiera aniquilado en un santiamén. Atacaba, finteaba, se replegaba, volvía a arremeter; pero sin comprometer en ningún momento sus principios.

Cuando, al tomar café con su esposa, oigo que ella me dice "Nosotros, los monárquicos", me sentí absolutamente feliz. ¡No había errado en mi percepción! Natalia Dimitrievna me presenta a su madre, a su hijo menor Ignacio, que tenía en ese momento 11 años, y me dice: "Bueno, ¡ahora vamos a ver a Alexander Isaievich!

ASI LE VEO LA CARA

Pasamos a la otra casona, donde él estaba trabajando. Tenía montones de mesas con material desparramado sobre cada una de ellas, caminaba entre las mismas y escribía de pie, inclusive en el jardín tenía una mesa alta para escribir parado. Me recibe con gran cordialidad y dice: ""¿Quiere sentarse a mi lado? No, ¡siéntese enfrente, así le veo la cara!"" y me empieza a preguntar muy concienzudamente sobre quién era yo, a pesar de que nos habíamos carteado durante bastantes años, sobre mi familia, mi trabajo, qué pensaba sobre determinados tópicos. Y mientras hablábamos iba haciendo anotaciones con esa letra minúscula que había elaborado en los campos de concentración: le cabían muchas frases en un pedacito de papel.

Luego me dice: "Pero, ¿cómo es que usted..., tercera generación de rusos en el exilio, habla tan bien ruso y quiere hacer algo por la liberación de Rusia? Esto es extraño, explíquemelo". Le contesto: "Es la educación que me dieron, hay muchos jóvenes rusos en el exilio que piensan igual, pero no saben cómo actuar para acercar la hora de la liberación de Rusia del comunismo. ¿Qué es lo que habría que hacer?".

Pero continuaba interrogando: "Y usted, ¿por qué eligió el periodismo?". "Bueno, elegí el periodismo porque consideré que era una manera de ser soldado, soldado de la verdad, aunque suene un tanto altisonante".

"No, no, no, eso no es nada altisonante, a mí me gusta su actitud castrense, porque no está excluido que tengamos todavía que participar de una guerra y probablemente con las armas en la mano". El escritor tenía ya 66 años, pero exudaba una vitalidad y energía increíbles. Yo no salía de mi asombro por la fuerza que despedía ese hombre en cada uno de sus movimientos, en cada una de sus palabras.

Entonces le pregunto: "¿Cómo se imagina usted esta guerra que habrá que hacer por la liberación de Rusia?" Me contesta: "La situación es muy compleja. Imagínese usted esto: es como si nosotros avanzáramos por la cresta de una montaña; a la derecha está el comunismo, los comunistas son irrecuperables, y a la izquierda esta el febrerismo (la ideología de quienes obligaron a abdicar al Zar Nicolás II en febrero de 1917). Nosotros caminamos por la cresta entre esos dos abismos, entre esas dos opciones absolutamente inaceptables".

Cabe acotar aquí que, tanto en su monumental obra La rueda roja, como en numerosos artículos y entrevistas, Solzhenitzyn sostiene que la revolución masónica de febrero del 17 y no la bolchevique de octubre, es la causa principal de la destrucción de Rusia. Una le abrió paso a la otra.

Estuve en total tres horas con el escritor, quien me dijo entre otras cosas: "Considero que la mejor forma de gobierno es la monarquía, pero Rusia no puede pasar del estado de destrucción en que se encuentra directamente a una monarquía, van a hacer falta unos 50 años de dictadura militar, para que Rusia pueda sanearse primero".