De la reforma a la reacción

RIVADAVIA ABRIO EL CAMINO AL ANTICATOLICISMO

POR SEBASTIAN SANCHEZ

Fue difícil vivir en Buenos Aires durante la segunda quincena de diciembre de 1822 pues, según las crónicas, la temperatura se mantuvo en 36 grados y no cayó una sola gota de lluvia aliviadora. Pues bien, ese infernal verano porteño fue el elegido por Rivadavia, a la sazón Ministro de Gobierno de Martín Rodríguez, para sancionar su combatida reforma religiosa.

La Ley de Reformas al Clero -que así se llamó al legislativo engendro- dispuso una serie de medidas destinadas a expulsar o debilitar a los miembros del clero regular, suprimir el fuero eclesiástico, eliminar el diezmo y reorganizar el Cabildo eclesiástico, que pasó a llamarse "Senado del Clero". El texto fijaba además la supresión de algunos conventos y -¡cómo no!- la expropiación de sus inmuebles y rentas. Esto último vale una breve digresión.

Entre los bienes expropiados por el Estado se destacó el predio del convento de los capuchinos recoletos que fue convertido en el Cementerio de la Recoleta. Es un dato de interés para los entusiastas legisladores porteños que pugnan por la definitiva separación Iglesia-Estado por lo que cabe esperar que Lousteau, Iglesias o del Caño -por nombrar a los laicistas más enfáticos- presenten proyectos de ley para la restitución a la Iglesia de esa tierra saqueada. Las cuentas claras conservan la amistad.

Mucha tinta ha corrido sobre la Reforma y la intencionalidad del Ministro. ¿Fue don Bernardino un masón conspicuo y volteriano a la criolla? ¿Fue un hereje, un "hugonote", como lo apostrofaba Juan Manuel de Rosas? ¿O acaso su Reforma fue tan sólo un conjunto de medidas regalistas (en referencia a la doctrina que pretende subordinar la Iglesia a la autoridad del Estado), que de ningún modo puede ser caracterizada como anticristiana?

No caben aquí hermenéuticas ideológicas, sólo basta ceñirse a los hechos que demuestran que el objeto de la Reforma fue oprimir a la Iglesia y de yapa quedarse con sus bienes. Esta Ley fue el primer paso del liberalismo argentino en la imposición de un laicismo ideológico en abierta pugna con la tradición hispano-católica del país. Fue el puntapié inicial de un largo proceso que continuó en las leyes laicistas del "ochentismo" y que, como resulta evidente, no ha terminado. Y justamente en virtud de los agrios frutos de esa Reforma se comprende la enérgica reacción desatada tanto desde lo militar como de lo eclesiástico.

REACCION ARMADA

La Reforma encontró una inesperada respuesta militar, jalonada por varios episodios: desde el "Motín de Tagle" -liderado por Gregorio García Tagle- hasta la "Revolución de los Apostólicos" de Domingo Achega, Ambrosio de Lezica y Rufino Bauzá. En esta última, acaecida el 20 de marzo de 1823, unos doscientos hombres -civiles, militares y sacerdotes a modo de capellanes- irrumpieron en la plaza de la Victoria al grito de "¡Viva la religión! ¡Mueran los herejes!".

Fue un entrevero breve pues los soldados enviados por Rivadavia, al mando de Manuel Dorrego, dispersaron a las "tropas de la Fe" tras un violento tiroteo. Luego del combate el resentido Ministro mandó fusilar a todos los líderes y sólo salvó la vida Tagle que pudo escapar merced a la generosidad de Dorrego.

Pero la reacción contrarreformista fue también provinciana. Además de conatos en Santa Fe y Córdoba, la mayor resistencia se vio en San Juan, donde el gobernador Salvador María del Carril (más tarde autor intelectual del fusilamiento de Dorrego) imitó a Rivadavia sancionando su "Carta de Mayo", una constitución tan anticristiana como la ley porteña. No obstante, el liberal gobernante no había previsto la reacción católica que tuvo tal envergadura que el gobierno de Mendoza debió enviar un ejército para aplacarla. En la batalla de Rinconada del Pocito fue vencida la resistencia cristiana -cuyas tropas habían cambiado la bandera nacional por la de las Cruzadas, con la Cruz de Jerusalén- aunque del Carril finalmente renunció y se marchó a Buenos Aires.

Esas reacciones políticas y militares preludiaron la defensa de la Iglesia en la "Santa Federación" cuyo ejemplo eminente fue Facundo Quiroga y su terrible consigna: "¡Religión o muerte!"

SIN TIBIEZAS

Al fin fue la propia Iglesia la que le salió al paso a la Reforma, y lo hizo con sacerdotes de probada valía como Francisco de Castañeda y el muy docto Mariano Medrano, Provisor del Cabildo Eclesiástico, la máxima autoridad eclesiástica del obispado de Buenos Aires, con sede vacante tras la muerte de Lué y Riega.

Al sancionarse la Reforma el Padre Castañeda estaba recién llegado a Buenos Aires, luego de una temporada de exilio impuesto por el propio Rivadavia, siempre por sus escritos considerados "agraviantes para el Estado, subversivos, incendiarios, criminales y abusivos de la libertad de escribir". Pero no se amilanó el buen fraile y tan pronto conoció las características de la mentada Ley del Clero, desató el Buen Combate desde los diarios Doña María Retazos, el Desengañador Gauchipolítico, Paralipomenom y el Despertador Teofilantrópico. A través de esas agudas páginas Castañeda la emprendió contra el gobernador, los ministros, la Legislatura y, por supuesto, Rivadavia. Todos conocieron su "santa furia", como dijo en su día Arturo Capdevila.

Frente a los golpes literarios del fraile, la vocería rentada de la Reforma recayó en Juan Cruz Varela que desde su periódico El Centinela se dedicó a vituperar e insultar sin límite al P. Castañeda.

Finalmente, tras largos combates periodísticos, y poco antes de otra condena de destierro, Castañeda se exilió en Montevideo para continuar allí su irrefrenable obra periodística y sacerdotal.

La reacción antirreformista continuó con Mariano Medrano, que dirigió una larga carta a la Asamblea de Representantes en la que increpaba a quienes imponían una ley con "el atroz objeto de coartar la autoridad independiente de la Iglesia, debilitarla y anonadarla hasta el término de establecer una nueva religión puramente humana".

"¡Hipócritas! -fustigaba Medrano- Destruís los establecimientos todos de la piedad; os apoderáis de los fondos que sostienen el culto, ¿y os llamáis reformadores?".

El prelado entendió el interés rentístico de los reformistas pero reconoció que el objetivo final era la destrucción de la Iglesia. Y así lo dijo, sin tibiezas: "No, no me alucinareis; no alucinareis al pueblo. Felizmente, él y yo estamos prevenidos de Vuestra mala fe, de Vuestra traición (...) No, no tendréis el consuelo de enterrar a la Iglesia y hacerle su epitafio. Sí, a pesar de Vuestro odio furioso, la Iglesia subsistirá; la santa religión de nuestros padres no nos abandonará y la fe triunfará de Vuestro sacrílego orgullo y necia vanidad".

La valiente carta le valió a Medrano la expulsión del Cabildo eclesiástico, aunque más tarde recibió el apoyo del Papa Gregorio XVI que lo nombró Obispo de Buenos Aires.

Por su parte Rivadavia -el "hombre que se adelantó a su tiempo"- fue luego gobernador, Presidente de dudosa legitimidad y protagonista de una larga serie de negociados económicos y diplomáticos (como la vergonzosa "paz" con el Brasil) que lo llevaron a alejarse y morir exiliado. Sin embargo, como dijo alguien, Rivadavia "además de dejar el Sillón, dejó el libreto".