Luis Ricardo Furlan, el poeta que bautizó a su generación

El 23 de agosto pasado murió a los 89 años el admirado colaborador de este suplemento.

POR CARLOS MARIA ROMERO SOSA

El libro Summa lunfarda (2005), de José Gobello y Marcelo H. Oliveri, expresa en la reseña sobre Luis Ricardo Furlan: miembro de número de la Academia Porteña del Lunfardo desde 1970 y autor de poemas escritos en la jerga popular rea de Buenos Aires estudiada por él con vocación y severidad de lexicógrafo, que en tales composiciones, el diestro manejo de los términos de esa procedencia "se emparda con el aplomado dominio de los secretos resortes de la poesía".

En efecto, Furlan fue un poeta completo por la destreza en el manejo de las formas, los lenguajes, las modulaciones y los tonos líricos y por la profundidad en lo que al mensaje se refiere; más próximo a veces "a la oscura luz de la razón que ama", en términos de un rezo en versos endecasílabos de Leonardo Castellani, que a la complejidad del tipo charada sin resolución, a los que nos tienen habituados ciertas estéticas actuales. Asimismo su numen trasmite la limpidez y muestra la riqueza de un idioma, que algún crítico juzgó hispanista aunque sin evadir el poeta, en ocasiones, la inclusión de imaginativos y enriquecedores neologismos.

Todo ello cuando transitó la poesía culta, si cabe así diferenciarla de sus incursiones en verso lunfardesco, algo de lo que dan cuenta sus entregas: Chamuyero en Baires (1997), Rantimusa (2002) o Che, gotán (2012). Aparte de las letras musicalizadas para canciones populares y tangos, composiciones de las que pudo ufanarse salvando su modestia, por haber alcanzado en ellas la gloria del anonimato, esa que elogió Manuel Machado cuando el pueblo incorpora coplas a su memoria colectiva dejando en el olvido su procedencia.

BELLEZA Y SENTIDO

En cuanto a sus sonetos, no son nunca meros ejercicios silogísticos de forzadas o ripiosas consonancias, sino receptáculos de belleza, equilibrio y sentido.

En cambio de reflejar el "mundo roto" en funciones deshumanizadoras y angustiantes que no dejan lugar al Misterio, tal como lo intuyó Gabriel Marcel en su obra Aproximación al misterio del Ser, Furlan gustó reconstruir entorno y contorno amorosamente, en pos de alcanzar aquella "unidad gozosa" a la que se refiere su admirado Leopoldo Marechal en el modélico soneto "Del Amor Navegante".

Una operación ética y estética sin omitir alguna cuota de nostalgia o mejor de posicionamiento sentimental sin hipérbole, coherente y consecuente con el neohumanismo que caracteriza a su generación poética, la del Cincuenta, de la que fue exegeta y revelador.

Para tarea semejante mantuvo afinado el instrumento de sus evocaciones en las que configuró una metafísica con vista a aceptar cristianamente -no a enfrentar con soberbia nieszchiana- la trágica dimensión temporal humana: "Y el tiempo cruel oxida los cardales,/ perdidas voces, hábitos agrarios,/ contemplativas lluvias vecinales"; es decir aquella "caída de la eternidad" de la que habló León Bloy. 

Recatado hasta vestir con metáforas convicciones e impulsos solidarios en grado de misericordia por los sufrientes y perdedores de la ciudad y el mundo, desde el linyera dormido bajo un árbol, al que nombra en un poema publicado en septiembre de 1982 en La Capital de Rosario "hombre regocijado en su destierro", hasta el prójimo anónimo -en otra composición que dio a conocer en abril de 2018 en el suplemento de Cultura de La Prensa donde era habitual colaborador-, por quien se juramentó: "No quiero dar la mano y, negligente/ perder al hombre que cordial deshoje/ unos gestos amables, que se aloje/ en mi fervor, definitivamente". 

La misma aproximación e identificación con el lunfardo en tanto expresión de habla e idiosincrasia popular, da cuenta de su voluntad de vivir ajeno a toda preciosista torre de marfil. Discreto y no críptico, se presentó de cuerpo entero en sus versos. Lo advirtió en su hora su colega y amigo Alberto Luis Ponzo, fallecido más que centenario en 2017 y alguien por quien siguen de luto las letras del país y sus vecinos del oeste suburbano: "Detenerse en cada soneto suyo viene a ser como conocerle mejor, revelar lo que esconde en su vida."

LA INSPIRACION

Como diarios de vida sus poemarios reflejan el afán, el encanto y el desencanto cotidianos recogidos por el "nulla dies sine línea", aquel ejercicio que Plinio el Viejo adjudicaba a Apeles de Colofón. Furlan trabajó bendecido por la inspiración y no se refugió en el facilismo del oficio y menos en la rutina, propia del escritor comercializado y urgido por editoriales. Aparte de las ya mencionadas entregas en lunfardo, publicó los siguientes libros en verso, premiados varios de ellos; y la enumeración de sus títulos habla de una instalación en la ternura, la delicadeza y por momentos la épica civil adornada por ideales patrióticos y latinoamericanistas: Alba del canto (1951), Distrito tuyo (1957), Los días fraternales (1958), Odas mínimas (1961), Domingo del poeta (196l), Deslinde del tiempo y el ángel (1963), Teoría del país cereal (1964), Noticia de Amerindia (1964), El laurel y el átomo (1969), Carta a Pablo (1975), Aprendizaje de la patria (1975), Guitarra sola (1981), Urdimbre y resplandor del inocente ( 1987), Aula poética (1989), Soledades de la vida precaria y otros exilios (1997), Medio siglo de escritor (2001), Cernida voz del corazón oyente (2005), La cicatriz ajena (2011), Las voces demoradas (2012), El granero del duende (2013), El arca iluminada (2013) y Compañera (2014), escrito en memoria de su esposa, la escritora y actriz dramática Lily Franco (1924-2013).

A esta lista cabe sumar la de sus obras en prosa, demostrativas de una fecundidad que justifica el prestigio y la vigencia desde décadas atrás de Luis Ricardo Furlan en la literatura nacional. Y entre estos ensayos, de índole crítica: Crónica de la poesía argentina joven (1963), Aproximación interpretativa a la poesía hispanoamericana (1964), La poesía lunfarda (1970), Esquema de la poesía lunfarda (1995), Generación poética del 50 (1974); en tono biográfico: Elías Carpena y el pago de la Matanza (1971), Julio S. Canata, un poeta olvidado (1992) y José Mármol, un poeta militante (1999); de carácter histórico: Apuntes históricos y vecinales de El Palomar (1969); e incluso contribuciones al subgénero de la referencia bibliográfica como Indice del suplemento de artes y letras del diario Mayoría (1997), debe resaltarse el libro de casi 350 páginas publicado en Madrid en 2010: El movimiento neohumanista. La Generación de 1950 en la poesía argentina (Altorrey Editorial). 

Con método reconstruyó en este último la historia, rastreó las influencias, recuperó el contexto político y social en que se desarrolló ese grupo poético, enfocó las revistas literarias en las que estamparon su firma sus pares generacionales -Arturo y Poesía Buenos Aires, entre las más notorias-, y trató de no olvidar a ninguno de los amigos y compañeros de rutas estéticas e ideales humanitarios. Entre los datos aportados y las interpretaciones varias del fenómeno, quiso y supo mantenerse en un decoroso segundo plano, pese a ser quien promulgó el "acta de bautismo" de la generación, el 5 de noviembre de 1953 en un artículo en el diario Democracia titulado: "Nuestra generación poética del cincuenta".

En esas líneas ponía de manifiesto la veta americanista sin telurismo ni color local, quizá bajo la influencia del Héctor A. Murena de El pecado original de América y su "voluntad de parricidio", que vinculaba a los integrantes y sobre todo: "el alejamiento de los ismos caóticos que imperan en la poética del viejo continente, fruto de la irremediable degradación intelectual de posguerra. América es el ojo abierto mirando a los milenios aterrados.

El mundo se refugia en la promesa laboriosa y justa de nuestro Continente. Y nuestros poetas, universalmente americanos, urgen el imperativo modelando esa estrella salvadora, cociendo ese pan común de los días, y enseñando un nuevo abecedario con verdadera vocación artística." Otro abanderado de esa postura americanista era Fermín Chávez (1924-2006), buen lector de las Reflexiones sobre el ideal político de América del pedagogo y reformista universitario en 1918 Saúl Taborda. Hoy más recordado como historiador y pensador nacional, Chávez es un caso de "outsider" al que se suele incluir en la generación del Cuarenta, donde lo sitúa Luis Soler Cañas, y también en la del Cincuenta con la que tenía tantas "afinidades electivas", por decirlo con palabras de Goethe. 

Algo a destacar es la proximidad cronológica entre los entonces jóvenes del Cincuenta -Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bayley, Rodolfo Alonso, Ramiro de Casasbellas, Francisco Madariaga, Emilio Sosa López, Basilio Uribe, Héctor Miguel Angeli, Rubén Vela, Miguel Angel Viola, Antonio Requeni y por cierto el propio Furlan-, "neohumanistas" según la caracterización de José Isaacson uno de sus miembros mayores nacido en 1922, con sus antecesores del Cuarenta: los neorrománticos -Enrique Molina, León Benarós, José María Castiñeira de Dios, Juan Ferreyra Basso, Eduardo Calamaro, Libertad Demitropulos y las entonces adolescentes nacidas en 1930: María Elena Walsh y Paulina Ponsowy tan valoradas por Juan Ramón Jiménez en su visita al país en 1948-, y con los inmediatos del Sesenta -Juan Gelman, "Paco" Urondo, Miguel Angel Bustos, Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Juan José Saer, Horacio Salas, Alberto Szpumberg y el más joven de todos: Roberto Santoro (1939-1977)-, que asumieron y en general llevaron el compromiso político hasta las últimas consecuencias: el exilio en algunos casos y en otros la desaparición forzada y la muerte.

La velocidad con la que en el mundo se sucedían los hechos culturales y desvelaban los conflictos de toda índole, puestos en acto con rapidez insospechada por el avance de las comunicaciones a partir del desarrollo tecnológico avasallante luego de finalizada la Segunda Guerra, viene a justificar tal ensamble generacional en la Argentina, algo que contradice la óptica de Ortega y Gasset que en 1930 postulaba en quince años la vigencia de una generación, como lo subrayó Julián Marías en el libro El método histórico de las generaciones (1967). 

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Luis Ricardo Furlan nació en el barrio porteño de Palermo el 15 de noviembre de 1928. Desde 1956 se radicó de El Palomar, localidad situada en la zona Oeste del Gran Buenos Aires, circunstancia que sin duda le permitió desarrollar en su poética cierta impronta de tono suburbano con intención de campesino y recoleto "beatus ille": "Primero son los pájaros. El canto/ salta del tragaluz del alba. Luego,/ es el tizón de un inocente fuego,/ la acuarela bucólica. Levanto/ en vilo el corazón, coyuyo santo/ del existir gozante. Como un juego,/ me doy a la templanza. No reniego/ de las leyes de máscara y espanto." En El Palomar vivió también otro escritor significativo: el novelista, poeta, periodista y miembro de número de la Academia Argentina de Letras, Adolfo Pérez Zelaschi (1920-2005), originario de San Carlos de Bolívar, en la pampa bonaerense. Uno y otro solían encontrarse en pasadas décadas en actos y tertulias culturales. Luego regresaban juntos dialogando por las arboladas y tranquilas calles palomarenses, hoy algo convulsionadas por idas y vueltas al aeropuerto local de los a menudo contrariados pasajeros de los vuelos económicos.
Furlan, a quien en lo personal evoco como el maestro bondadoso que prologó en 2010 mi poemario Fanales opacados, dirigió las Ediciones Culturales Argentinas (ECA) de la Secretaría de Cultura de la Nación y fue secretario de la Sociedad Argentina de Escritores. Falleció en el Policlínico Bancario de la ciudad de Buenos Aires, donde estaba internado desde días atrás por una afección cardiorrespiratoria, el 23 de agosto del año en curso. Sus restos descansan en el cementerio de la Chacarita.