La Argentina, por fin, en la cima del mundo

Historias mundialistas - Con los goles de Mario Alberto Kempes, las atajadas de Ubaldo Fillol y la personalidad de Daniel Passarella, la Selección de César Menotti alcanzó su primer título en 1978. Batió en la final a una Holanda que se parecía muy poco a La Naranja Mecánica del ´74. Fue también el Mundial de la dictadura militar, que se ocupó de ensombrecer la conquista de un gran equipo.

Mario Kempes derrocha coraje y habilidad para abrirse paso entre los defensores holandeses y deposita la pelota en el fondo del arco naranja. Ubaldo Fillol vuela como si la naturaleza lo hubiese dotado de alas. Daniel Passarella impone personalidad ganadora desde la defensa. Estas tres imágenes quedan en las retinas como símbolos de la consagración de la Argentina en 1978, año en el que el Mundial llegó a nuestro país y la Selección comandada por César Luis Menotti puso en lo más alto a un fútbol que había sabido de un pasado de figuras espectaculares que jamás habían sabido de la gloria de tener la Copa del Mundo en sus manos. Ese equipo se encargó de tributarle a los próceres del pasado el homenaje que la historia les debía.

“Veinticinco millones de argenitinos jugaremos el Mundial…”. El estribillo, contagioso, era cantado sin césar en aquellos días de 1978. El país se había transformado en una inmensa cancha de fútbol en la que cada uno de los habitantes se sentía parte de la Selección. Claro que, al mismo tiempo, en un estadio con tribunas despobladas y silenciosas, la Argentina vivía otra realidad, una que no entendía de goles ni de festejos, sino de persecución y muerte. En esos dos países, un Seleccionado que respetó con fervor el histórico estilo de nuestro fútbol y le adosó la disciplina y la organización de los europeos para que la frase ¡Argentina campeona del mundo! fuera posible.

Con la misión de interrumpir una sucesión de fracasos que transformaban a los albicelestes en permanentes campeones morales, Menotti encabezó un proyecto que dotó a la Selección de la seriedad y el rigor profesional que jamás había tenido. El Flaco recorrió la extensa geografía nacional buscando jugadores para armar el mejor equipo posible. Despertó polémicas por la presencia de algunos futbolistas que no gozaban del apoyo de los hinchas (Osvaldo Ardiles, Luis Galván, José Daniel Valencia) y por la exclusión de otros (Juan José López y, fundamentalmente, Diego Maradona, un pibe de 17 años que esperaba su primera gran oportunidad). Pero, firme en sus convicciones, más allá de que la hayan impuesto en la lista de 22 a Norberto Alonso, le dio vida a un conjunto en el que, desde las atajadas del Pato, la firmeza del Gran Capitán y los goles del Matador, se construyó a un campeón irreprochable.

La FIFA designó a nuestro país anfitrión del Mundial en 1966, durante el Congreso realizado en Londres, pocos días antes del puntapié inicial del torneo que le daría su único título a Inglaterra. La cuarta era la vencida para la Argentina, que había presentado su candidatura para albergar las Copas de 1938, 1962 y 1970.

La organización del certamen estuvo rodeada de innumerables controversias. En 1974, el presidente Juan Domingo Perón puso al frente de las tareas vinculadas con el Mundial al Ministerio de Bienestar Social, liderado por el influyente José López Rega. Eran días en los que funcionaba la Comisión de Apoyo al Mundial. Ese organismo fue reemplazado por el Ente Autártico Mundial 1978 (EAM 78), instaurado por la Junta Militar luego del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. A cargo de ese organismo fue designado el general Omar Actis, quien murió poco después, presuntamente asesinado por la Armada conducida por el almirante Emilio Massera, quien pretendía conducir las tareas. El general Antonio Merlo sucedió a Actis, pero quien en realidad tomaba las decisiones era el contraalmirante Carlos Lacoste, mano derecha de Massera.

La crisis económica que azotaba al país en la década del ´70 puso en riesgo la realización del Mundial. Incluso Brasil lanzó una apurada candidatura por si la Argentina terminaba desertando, pero con el firme apoyo de la FIFA, presidida por el brasileño Joao Havelange, se mantuvo el plan original.

Las sedes fueron Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Mendoza y Mar del Plata. Si bien el proyecto original incluía a La Plata y Tucumán, esas plazas fueron descartadas por distintos motivos. La primera, porque no se construyó el estadio propuesto en esa ciudad por cuestiones políticas; la segunda porque la Juna Militar quería evitar incidentes relacionados con el accionar de la guerrilla en el norte del país. Se remodelaron las canchas de River, Vélez y Rosario Central y se construyeron las de Córdoba, Mendoza y Mar del Plata. La inversión total fue de entre 520 y 700 millones de dólares -nunca se auditó oficialmente-, casi cuatro veces más de la que le demandó a España ser anfitriona del Mundial ´82.

EL DURO CAMINO A LA GLORIA

Argentina debutó con un trabajoso triunfo frente a Hungría. El equipo no apareció en su total dimensión y Menotti tampoco daba con la formación definitiva. Las grandes dudas se centraban en la titularidad conferida a Valencia -uno de los jugadores predilectos del DT- en desmedro del Beto Alonso y la confirmación de René Houseman, quien empezaba a transitar la curva descendente de una carrera que había tenido su esplendor en el Huracán campeón de 1973, justamente a las órdenes del Flaco. Pasó Francia y otro éxito sufrido conseguido gracias a un golazo de Leopoldo Jacinto Luque. Más tarde llegó Italia, con el joven Paolo Rossi desparramando atrevimiento y categoría y el canoso Roberto Bettega, impiadoso para vulnerar a Fillol y provocarle a la Selección la única derrota.

Azzurri y albicelestes se instalaron en la Segunda Vuelta Final, en un grupo que tuvo una situación que resultaría insólita en nuestros días: Francia y Hungría debían enfrentarse en Mar del Plata y ambos, por un error de comunicación, viajaron con sus camisetas alternativas, ambas blancas. Para resolver el problema, después de casi una hora de deliberaciones en busca de alguna solución, se consiguió un juego de casacas del club Kimberley, de la ciudad balnearia. Así, el talentoso Michel Platini -por ese entonces un joven de 23 años- y sus compañeros por un día jugaron para El Dragón, tal como se conoce al elenco verdiblanco.

 Alemania Federal llegaba al Mundial del ´78 con pocos integrantes del campeón de 1974, pero traía a Karl-Heinz Rummenigge, su nueva promesa. El equipo dirigido nuevamente por Helmut Schön y Polonia -con la base del gran conjunto ganador de la medalla dorada en Munich ´72 y que se había lucido con el tercer puesto en la anterior Copa del Mundo- superaron la primera fase. Quedaron relegados Túnez, de asombrosa actuación con un talentoso volante, Tarak Dhiab, y un México de paupérrimo nivel en el que disputaba sus primeros partidos un casi adolescente Hugo Sánchez. Los africanos fueron el primer equipo de ese continente en ganar un partido mundialista: 3-1 a los norteamericanos.

Bajo las órdenes de Claudio Coutinho, Brasil había renunciado al jogo bonito de los viejos buenos tiempos. Pese a tener a un exquisito como Dirceu, a un prometedor Zico y todavía al veterano Rivelino (sobreviviente del fantástico equipo campeón de México ´70), apostaba por recetas más conservadoras que no eran bien recibidas por los torcedores, pero igual se esperaba el título. Los verdiamarillos se salvaron de una prematura eliminación gracias a que el español Cardeñosa erró un insólito gol en el duelo que los enfrentó en Mar del Plata. Ese Grupo 3 quedó en poder de una Austria que presentaba en sociedad al goleador Hans Krankl y al líbero Bruno Pezzey.

Sin Johan Cruyff, automarginado por cuestiones tan diversas como diferencias económicas con la federación de su país y el temor a que su familia fuera víctima de un secuestro, Holanda arribó con su reputación intacta. Tampoco estaba Rinus Michels, el hacedor de la fabulosa Naranja Mecánica de 1974, pero todavía contaba con el resto de los integrantes del conjunto subcampeón del mundo. Confirmó sus pretensiones avanzando a la segunda instancia. Escoltó en el Grupo 4 a un Perú que daba grandes espectáculos con el fantástico Téofilo Cubillas, la figura del equipo del ´70 que seguía con su clase intacta y lo demostró con un golazo de tiro libre contra Escocia. A propósito de los británicos, habían llegado autoproclamándose el mejor seleccionado del mundo, pero no sólo no pudieron dejar atrás la primera ronda, sino que tras perder con los peruanos y empatar con el modesto Irán sólo le ganaron, en su despedida, a Holanda por 3-2 con un golazo de Archie Gemmill.

Para sus compromisos de la segunda ronda, Argentina debió mudarse a Rosario, producto de la caída a manos de Italia. Allí, el equipo de Menotti expuso lo mejor de su repertorio. Kempes apareció en su total dimensión como El Matador que todos esperaban, Fillol atajó todo lo que se puede atajar en este mundo y más también, Ardiles repartió sabiduría, Américo Gallego puso el esfuerzo y todos hicieron su parte. El primer paso fue una clara victoria 2-0 sobre Polonia con dos goles de Kempes, quien, por si fuera poco, hasta se lució volando y atajando un cabezazo de Grzegorz Lato que se incrustaba en un ángulo. El Pato agigantó la hazaña del cordobés conteniendo el penal ejecutado por Kazimierz Deyna.

Luego se registró un cerrado empate con Brasil en un partido en el que Oscar Ortiz dilapidó una situación increíble que habría sellado el acceso a la final. Como los verdiamarillos se habían impuesto 3-0 a Perú y 3-1 a Polonia, arribaban a la última fecha con igual cantidad de puntos que los argentinos (4), pero con mejor diferencia de gol (+5 contra +2), a los locales no les quedaba más remedio que sacarles cuatro tantos de ventaja a los peruanos.

Fue 6-0 y las suspicacias ganaron la escena. Las dudas giraban en torno del desempeño de Ramón Quiroga -el arquero de los de la banda roja-, quien había nacido en la Argentina y eso llevó a que varios de sus compañeros le pidieran al técnico Marcos Calderón su reemplazo por Ottorino Santor. La visita del presidente Jorge Rafael Videla y del secretario de Estado de los Estados Unidos, Henry Kissinger, al vestuario peruano; una bomba que estalló en el departamento del economista Juan Alemann, un funcionario que se oponía a la realización del Mundial, y un cuantioso cargamento de trigo que partió desde Buenos Aires hacia Lima alimentaron las sospechas.

Nunca se sabrá si hubo o no algo extraño en ese partido. Lo cierto es que Perú estuvo a punto de ponerse en ventaja con un disparo de Juan José Muñante que se estrelló en un poste del arco de Fillol. Los albicelestes se sobrepusieron al susto y edificaron el 6-0 con dos goles de Kempes, dos de Luque, uno de Alberto Tarantini y otro de Houseman.

El otro finalista fue Holanda, que masacró a Austria, igualó con Alemania y venció a Italia. Los azzurri se ganaron el derecho de ir en busca del tercer puesto relegando a una Alemania que demostró que nada quedaba del campeón del ´74 y hasta se fue del Mundial perdiendo con los austríacos.

El tercer escalón del podio lo ocupó Brasil, que se impuso a Italia con un bonito tanto de Dirceu en un encuentro que marcó la despedida de los Mundiales de Rivelino, el veterano crack que se parecía poco y nada al mediocampista que había acompañado a Pelé en el formidable campeón de México 1970.

Y llegó el 25 de junio, el gran día para el fútbol argentino. En un estadio Monumental repleto, los albicelestes batieron 3-1 a Holanda. Kempes abrió la cuenta y el grandote Dirk Nanninga estampó la igualdad cuando faltaban apenas ocho minutos. El partido se encaminaba hacia el tiempo suplementario. Rob Rensenbrink estuvo a punto de quebrar el empate, pero su remate se estrelló en el poste derecho del arco de Fillol. La suerte había estado del lado de la Argentina, que terminó su viaje hacia la gloria con un tanto de Kempes que fue una mezcla explosiva de habilidad, prepotencia y determinación, y otro de Ricardo Daniel Bertoni.

La tan ansiada Copa del Mundo estaba en las manos del capitán Passarella. Los miembros de la Junta Militar sonrían complacidos. En las tribunas los hinchas deliraban. Las calles se teñían de celeste y blanco. El pueblo argentino estaba de fiesta. No todo el pueblo, por supuesto, pero la fiesta existió. Todo porque la Selección, por fin, había podido lanzar con orgullo el grito de campeona del mundo que hacía muchos años que tenía atorado.