Descenso del alma por la fealdad

El listón está puesto tan bajo en materia de formación católica desde hace años que hoy todo es posible: incluso que el Vaticano participe en la Bienal de Arquitectura de Venecia con un pabellón que se compone de una decena de "capillas" cuya singularidad es que están vaciadas de su significado religioso.

Olvídese de la adoración que refleja lo sublime, de la elevación del espíritu por la belleza, de la orientación "ad orientem". A juzgar por las imágenes publicadas, las capillas de estilo racionalista van del insípido minimalismo al esperpento. Su mayor apetencia parece ser la innovación.

El proyecto Vatican Chapels (Capillas vaticanas), con curadoría del presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, el cardenal Gianfranco Ravasi, marca la primera participación del Vaticano en la Bienal. Una participación muy particular porque se encuentra al aire libre, en el bosque de la isla de San Giorgio Maggiore.

La crónica periodística dice que el sonido de las campanas de la Basílica de San Giorgio Maggiore, una de las iglesias venecianas de mayor belleza, acompaña en algunos momentos al visitante en el peregrinaje espiritual por las diez capillas, levantadas por arquitectos reputados de distintos países. Entre los autores se destacan Norman Foster (Reino Unido), Javier Corvalán (Paraguay), Ricardo Flores y Eva Prats (España) o Francesco Cellini (Italia).

El problema comienza cuando nos enteramos que algunos de esos arquitectos, puestos a innovar, decidieron prescindir nada menos que del altar y la cruz, o que prefirieron explorar las vagas y ecuménicas ideas de "contemplación, reflexión y serenidad" antes que crear espacios deliberadamente católicos. El diseño en piedra de Eduardo Souto de Moura es un ejemplo. El mismo dijo que no lo pensó siquiera como una capilla.

Los periodistas que recorrieron el lugar describieron con seriedad las capillas, aunque se puede adivinar por las fotografías el esfuerzo que habrán hecho para contener la risa o para no catalogar a una de las construcciones de "plato volador" o a otra de simple "parada de ómnibus".

Se sabe que la arquitectura sacra contemporánea se ha desentendido hace tiempo de la belleza, la funcionalidad y la eficacia simbólica de los edificios de culto cristianos. Ahí están, para probarlo, los monumentales templos de hormigón o aquellos que se asemejan a galpones. Nada de "ascender a la Belleza Primera por los peldaños de la hermosura participada", como pretendía Marechal.

El origen de este fenómeno es atribuido por los especialistas al empobrecimiento de la doctrina litúrgica, que es la que debería inspirar la construcción de las nuevas iglesias. Y en ese decaimiento mucho tiene que ver la reforma litúrgica posconciliar.

Pero la liturgia depende en última instancia de la fe. No es extraño, entonces, que un oscurecimiento general de la fe como el que vivimos se traduzca al final del día en innovaciones arquitectónicas como las que se exhiben en la Bienal de Venecia, vacías de significado. Auspiciar estas "capillas" no parece que vaya a llevar la fe al mundo secular, pero lo que es seguro que ya logró lo contrario.