Hermenéutica, creación y rebeldía

POR CARLOS MARIA ROMERO SOSA

Corresponde pedir perdón por abusar de la autorreferencia. Hecho, digo que no conocí a Ricardo Piglia (1941-2017). No tuve oportunidad de verlo nunca en este Buenos Aires de los desencuentros y la superpoblación de seres aislados como en "La ciudad ausente" de su narración de 1992, de cuya adaptación escénica -también por él compuesta- resultó la ópera que con música de Gerardo Gandini se estrenó en el Teatro Colón en octubre de 1995.

Llegué incluso algo retrasado a sus libros y la primera aproximación a la novela Respiración artificial, publicada con gran suceso en 1980, fue ya después de mis treinta años. En cumplimiento sin saberlo de cierto consejo suyo: "Hay que preservar la lentitud, llegar tarde a la moda", volví a sus páginas más de una década después y si primero me había aguijoneado igual que el enunciado de un teorema el afán de atreverme por esa dinámica opresiva de sospechas, comunicaciones epistolares, palabras sugeridas, historial de posibles y no verificables delaciones que acompañan y van marcando el ingreso de los personajes o de las presencias: Marcelo Maggi, Emilio Renzi -alter ego de Piglia-, Luciano Ossorio y la memoria de su abuelo Enrique Arocena, a partir uno del otro como en las muñecas rusas; en la siguiente y morosa relectura me ganó un irrefrenable interés, más acorde en verdad con la oferta del género narrativo. Interés por su argumento nada lineal ciertamente aunque con toques incitantes de ajedrezada novela policial, género al que Respiración artificial homenajea y del que saca buen partido, sin recurrir al sarcasmo o la caricatura de los Holmes, los Brown o los Augusto Dupin, tal el caso de Isidro Parodi, aquel detective sedentario y antiguo dueño de una barbería del barrio Sur pergeñado por Borges y Bioy Casares.

No es Piglia -no lo será tampoco para las futuras generaciones- un escritor fácil y cada obra de ficción suya ofrece varios niveles de interpretación, algo que motiva a entrar en sus páginas con intención de develamiento y asumida actitud clarividente y rapdomante. Claro que a menudo uno de esos posibles niveles de comprensión, corresponde a la crítica social y al notorio rechazo al capitalismo; pues qué otra cosa que un repudio al monetarismo de los Chicago Boys puede representar el corolario casi sinfónico de Plata quemada (1997), su novela "bandoleresca" construida a partir de un hecho policial acaecido en 1965. De algún modo, también aquí, "el interés de la narración se basa en los misterios del dinero y de su origen", de forma parecida a lo que Arlt tramó en El juguete rabioso, según dedujo el propio Piglia en un análisis de ese libro suscripto en 1973; una exégesis que parece hallar sustento en la frase de Marx: "El dinero convierte en destino la vida de los hombres".

Las ficciones de Piglia se dan la mano en ingenio, erudición y lucidez con sus obras de crítica literaria, como que el hermeneuta de Borges y Arlt, de Macedonio Fernández y Witold Gombrowisz, de Manuel Puig, Rodolfo Walsh y Juan José Saer, lejos de simplificar con demagogia sus estilos, recursos y mensajes, se dio a echar luz sobre los universos de esos y de tantos otros creadores; por ejemplo Rig Lardner, Thomas Wolfe, William Faulkner, Francis Scott Fitzgerald, Nelson Algren, Truman Capote, John Updike y James Baldwin, cuyos espacios en las letras norteamericanas definió con precisión en los prólogos redactados en 1967 para acompañar sus cuentos que se publicaron con el título Crónicas de Norteamérica en la serie de antologías que editaba Jorge Alvarez y dirigía Pirí Lugones, en 1977 secuestrada por grupos de tareas y luego asesinada.

Comencé admitiendo no sin pena que nunca lo conocí. Los once años y algunos meses de edad que nos separaban, significaron en los hechos que Piglia era joven cuando yo era niño o ingresaba en la adolescencia en tanto borroneaba mis primeros versos y me escabullía de las miradas de mis mayores, para participar en las postrimerías de la dictadura de Onganía, de reuniones políticas clandestinas del peronismo o de la proyección de La hora de los hornos, el film de Fernando Pino Solanas y Octavio Getino. (Piglia por su parte cuenta que concurrió también subrepticiamente, en enero de 1969, a un departamento en San Telmo en compañía de Dalmiro Sáenz, el muralista Ricardo Carpani, el dibujante Lorenzo Amengual y algunos otros amigos a la exhibición de esa película que juzgó estaba en la línea del agit-prop -agitación y propaganda- de la vanguardia rusa). 

AIRE SEDICIOSO

Sin embargo ahora, al leer el segundo tomo de Los diarios de Emilio Renzi, que lleva por subtítulo: "Los años felices" y corresponde al período que va de 1968 a 1975, encuentro el dato que el 27 de junio de 1970 concurrió al homenaje tributado en el cementerio de la Recoleta al cumplirse un año de la muerte del periodista Emilio Jáuregui, secretario general de la Federación Argentina de Trabajadores de Prensa (Fatpren) y militante de Vanguardia Comunista.

Compartimos con Piglia esa recalentada jornada invernal de la que tengo vivo el recuerdo de los cócteles molotov que llameaban entre las tumbas y -como él anota- "el ruido sordo de las bombas de gas lacrimógeno, la llanta de un coche que empezó a incendiarse".

Sin duda sería también yo uno de los que mostraban "el rostro lloroso". Y de los que caminaban "con aire sedicioso por las calles vacías esquivando a los policías", de acuerdo con la descripción de aquella reunión contestataria que obra en la página 196 del libro. No era mucha gente la congregada allí: un grupo de militantes entre los que alguien hoy sin rostro me indicó con voz clara que corriera hacia el peristilo porque la guardia de infantería avanzaba desde el fondo. Pasaron 47 años de ese momento sobre el que habíamos guardado ambos parecidas vivencias. Aunque vale hacerme hoy la misma pregunta con la que se inicia Respiración artificial: "¿Hay una historia?".