El escritor en busca de la obra cumbre

La consagración literaria y un amargo fin de época cierran el ciclo de "Los diarios de Emilio Renzi". En el volumen final de la trilogía, Ricardo Piglia se muestra una vez más como un lobo solitario reconcentrado en la escritura. El éxito de "Respiración artificial" no alcanzó a disipar su inconformismo crónico.

"Siempre quise ser sólo el hombre que escribe". Eso afirma lacónico Ricardo Piglia en los trazos finales del tercer y último tomo de Los diarios de Emilio Renzi. Lo ha logrado, podríamos decirle, luego de una vida volcada por completo a las letras. Un Ulises desatado del mástil que se dejó tentar por las sirenas de la literatura, y se fue con ellas.

La edición final de Los diarios... muestra al Piglia de siempre, reconcentrado en la escritura, un eje que lo atraviesa a él y a su alter ego, Emilio Renzi, en todo su ser. Sigue siendo, ya en la madurez, un lobo solitario que se desvive por construir una obra cumbre.

Menos sociable que en épocas anteriores, se refugia en su escritorio a lidiar con páginas que escribe, descarta y vuelve a escribir, con la obsesión de quien persigue la perfección. No sale del cuadrado urbano delimitado por las avenidas Rivadavia, Santa Fe, Callao y 9 de Julio. Tiene un puñado de amigos a los que frecuenta, todos del ámbito literario.

En aquellos años de la dictadura comienza a cercarlo el fantasma del suicidio. Carga en su mochila el peso de amistades desaparecidas o exiliadas, y encuentra pasajero solaz en parejas de duración escasa. Piensa y escribe que tal vez lo mejor sería matarse. Sin embargo, no lo hace y huye hacia adelante.

En esa fuga encontrará el envión para generar una producción literaria que a él mismo sorprende. Suma páginas y capítulos, unos tras otros, hasta ponerle el punto final a Respiración artificial, la novela que lo hará trascender, de una vez y para siempre.

El libro se vende bien. Ya no vive al día ni soporta los apremios económicos de antes. Desde este punto sus diarios, aquellos cuadernos de tapa negra acumulados por décadas, comienzan a transitar una parábola que va desde su consagración y apogeo literario, hasta la degradación física y la muerte.

Siente el afán de registrarlo todo, cada uno de sus días, y al mismo tiempo resiste la idea de presentar los textos como una mera sucesión cronológica de experiencias y reflexiones. Y de ese debate interno sale esto, una obra que bien matiza el rigor temporal con la riqueza de las vivencias personales.

Publicar Respiración artificial no le espantó esa pertinaz sensación de molestia y disconformidad que lo acompañó siempre. Pero el reconocimiento fue un mojón en su trayectoria, y a partir de allí vinieron mejores trabajos, más pedidos de ensayos y nuevas novelas, hasta su desembarco en la Universidad de Princeton para dar clases de literatura latinoamericana.

COLEGAS

El círculo de amistades, conocidos y allegados de Ricardo Piglia estaba dado principalmente dentro del mundillo literario, si bien sobre el final de sus días exhibe una marcada melancolía por los amigos de Adrogué que ya no están, y un reconocimiento a la estrecha relación con Junior, otro pibe del barrio.
Es cáustico con sus colegas escritores. Conserva los lazos con Andrés Rivera, al que describe como un hombre apesadumbrado por su falta de éxito en la industria editorial, y rescata la singular figura de Alberto Laiseca, de quien dice es "un tipo raro" de "lecturas variopintas" que construye "una obra mitológica". Y agrega: "Es muy pobre, tan pobre que cuenta los fósforos y ya no los cigarrillos".

Siente por Borges un respeto sin parangón, aunque no se cuenta dentro de su corte de aduladores. Y edita una revista con Beatriz Sarlo, a quien le cuestiona su excesivo enfoque sociológico, en detrimento de la mirada literaria. Peor le va en su consideración a Victoria Ocampo, a la que señala como "una intelectual de la generación del ochenta que vive con cincuenta años de atraso".

Piglia nunca fue un militante pero exhibió en pasajes clave de nuestra historia como país una claridad singular en su mirada política. Rechazó la lucha armada de los grupos guerrilleros, a los que consideró liderados por una "dirección imbécil o provocadora", y vislumbró la matriz económica del gobierno militar:

"El objetivo parece ser desarticular al movimiento sindical para poder darle vía libre al proyecto liberal".
En 1982 anticipa la guerra -"Ahora llueve, afuera conflicto con los ingleses, Islas Malvinas, ¿se agravará?, seguro que sí, los militares no tienen otra salida que el nacionalismo turbio""-, pero la saltea en su diario, casi hasta el desenlace: "Los militares fueron a la guerra buscando una salida política, la derrota debe ser saludada como un triunfo político".

LA DEMOCRACIA

El peronismo lo fascina como un fenómeno social de difícil comprensión. Una y otra vez vuelve sobre él, en el intento por captar su esencia esquiva, su alma resbalosa. "El peronismo es así, alguien dice dos frases y todos entienden lo que les parece y lo repiten como palabra sagrada", sentencia.

La llegada de la democracia es para Piglia-Renzi el final de una etapa ardua de la que no reniega, y el comienzo de otra que le disgusta. Han vuelto los escritores exiliados, transformados en personajes decorativos, y los periodistas ocupan ahora el sitial de los intelectuales. Ocurre la banalidad de los tiempos nuevos. Rige otra doctrina: "Figuración o muerte".

Este quiebre lo lleva a descontinuar la cronología de sus diarios. Lo que siguen son hojas sueltas, momentos, experiencias aisladas, alguna que otra anécdota. Pesimista, se permite escribir un texto futurista sobre una Argentina desmembrada: "Puede inferirse que, paralelamente a la zona devastada, existían ciudades cerradas y que el país estaba dominado por mutantes que habían logrado por fin imponer sus pretensiones liberales neorrepublicanas".

A esta altura queda poco del indómito escritor, ahora reducido a un hombre enfermo que, sin embargo, no deja de escribir, de registrar una vida que se le escapa.