En la era del ateo supersticioso

La idea del comunismo ocultó la realidad espantosa del comunismo. Pero el siglo comunista aún retiene algunos fueros. Sus adherentes no son parias en las sociedades democráticas como ocurre con los nazis.

A mediados del siglo XIX el poeta inglés Robert Browning escribió: "Estamos en el borde peligroso de las cosas: el ladrón honrado, el asesino tierno, el ateo supersticioso". No tenía forma de saber (o tal vez sí lo sabía en un sentido más profundo) que con esas pocas líneas estaba anticipando el advenimiento en 1917 del torbellino histórico conocido como Revolución rusa.

Sus ideólogos y sus jefes fueron la encarnación precisa de la última categoría imaginada por Browning: esos ateos supersticiosos que, negadores de Dios, se abrazaron a la historia y a la lucha de clases como tótems en su camino al poder absoluto y a la mentira absoluta.

A 100 años de la toma del Palacio de Invierno por los bolcheviques conviene recordar que la historia del comunismo siempre estuvo dividida en dos: la historia real, la de sus matanzas, sus genocidios y su fracaso indiscutible, y la otra, la que se escribió en la cultura de los países que dominó y, muy especialmente, en aquellos en los que no llegó a imponerse.

La primera es un rosario de muertes y violencias que insultan a la condición humana; la segunda, sin embargo, fue la que eligieron creer generaciones de poetas, pintores, novelistas, científicos, filósofos y periodistas de medio mundo. Y en la que muchos de ellos siguen creyendo.

Durante todo el siglo XX la idea del comunismo ocultó la realidad espantosa del comunismo y ese ocultamiento es lo que explica en buena medida su duración y la potencia de su hechizo entre las mentes más crédulas, o las más cínicas.

Esta dialéctica entre la idea y la realidad no fue inocente. Hoy no puede negarse ya que los datos concretos sobre la arbitrariedad del régimen instaurado por Lenin y Trotsky en noviembre de 1917 se conocieron desde un principio. El comunismo mostró su verdadero rostro en los primeros días. No fue necesaria la maquiavélica entronización de Stalin en 1924 para instaurar el totalitarismo sin cortapisas. La dictadura del partido y del comité central, la policía secreta, la persecución religiosa, las hambrunas, el imperio de los guardias rojos y los comisarios políticos (esa ""raza de lobos"", según Alexander Solzhenitsin), los fusilamientos, la destrucción del orden esencial de la vida humana empezaron en las semanas iniciales del nuevo gobierno, estaban inscriptos en su genética.

Así lo vieron un puñado de espíritus apegados a la verdad. Nikolai Berdiaeff, Bertrand Russell, Pierre Pascal o Boris Souvarine pusieron por escrito sus tempranas objeciones a la pretendida utopía justiciera que los bolcheviques se ufanaban de haber realizado. Casi nadie los escuchó. Fueron pioneros en el viaje al inhóspito territorio de la disidencia del comunismo, profetas sin gloria, muertos en vida en el dócil universo de la intelligentsia manipulada por Moscú.

A un siglo de distancia el fracaso del comunismo ya no se discute. Hasta se ha atenuado el argumento oportunista del trotskismo, que ve en el desastre del imperio soviético y sus satélites el tropiezo de un supuesto ""socialismo real"" que se opondría a un no menos imaginario ""socialismo ideal"" que, desde luego, tiene la cómoda virtud de que nunca se hace realidad.

Pero el siglo comunista aún retiene algunos fueros. Sus adherentes no son parias en las sociedades democráticas como ocurre con los nazis. Su simbología, sus manuales, sus consignas y sus mártires ateos (piénsese en el Che Guevara) no sólo no están proscriptos sino que ni siquiera son políticamente incorrectos. El ideal comunista, otra vez impuesto sobre su cruenta realidad, sigue beneficiándose de lo que Jean Franois Revel llamaba, con ironía, la "cláusula del totalitarismo más favorecido". En homenaje a sus incontables víctimas, es tiempo ya de terminar con ese infame privilegio.