Monte Tumbledown: la batalla final

El coronel Esteban Vilgré Lamadrid participó de uno de los combates más feroces de la guerra en defensa de Puerto Argentino. Hoy dirige el Centro de Salud de las Fuerzas Armadas dedicado a tratar las heridas del alma del veterano.

"Una vez elegida la vocación la vida te lleva a ocupar los lugares que tenías predestinado", afirma el Coronel del Ejército Argentino, Esteban Vilgré Lamadrid. En su Dolores natal, los soldaditos siempre fueron sus preferidos a la hora de jugar y pese a una tradición familiar de cuatro generaciones de abogados decidió ingresar al Colegio Militar de la Nación.

El 6 de abril de 1982, cuatro días después de la recuperación de las Malvinas, egresó como subteniente en comisión, casi un año antes, debido a la falta de personal en las unidades de combate. Tenía 21 años.
Emocionado, besó el suelo malvinense el 13 de abril, y ese mismo día comenzó su tarea como encargado de la 3 Sección de la Compañía B del Regimiento de Infantería Nº 6, compuesta por 5 suboficiales y 41 soldados.

"Por haber egresado recién y por mi edad -asegura Lamadrid en diálogo con La Prensa- yo sabía que iba que tener que esforzarme muchísimo para lograr el respeto de mis soldados, porque eran tipos muy buenos, entre ellos el soldado Oscar Poltronieri", el máximo soldado conscripto condecorado en la guerra.

- ¿Cuáles fueron sus primeras misiones en Malvinas?

- Hacíamos patrullas y recorridas por todas las posiciones, emboscadas, puestos observatorios o de escuchas. Estar en las trincheras, todas las noches, en vela esperando un ataque, para que no nos maten o degüellen sin defendernos era un gran desgaste. En los pozos lo más duro era el frío y el hambre, pero nos las ingeniábamos.

- ¿Era consciente que podía morir?

- Si, absolutamente. Recuerdo una patrulla que hicimos en el Monte Simon, que después se abortó, pero que por las condiciones adversas pensé que iba a morir. Me higienicé porque mi fantasía era que si a mi mamá le iban a entregar mi cuerpo yo quería estar limpio. Nadie entendía nada y se reían en la patrulla. Incluso me pinté un bigote con barro de turba, me saqué dos fotos riéndome, se las dejé a mi encargado y le dije que si me moría se las mandara a mi vieja. Yo sabía que cuando ella las viera, como sabía que era lampiño, iba a decir: "¡Que estúpido este Esteban hasta último momento jodiendo se pinto bigotes!". Esa fue mi visión de la muerte. 

- ¿La religión fue un apoyo importante?

- En la guerra uno se da cuenta que es mortal y que necesita apoyarse en alguien...y ahí aparece Dios. Nos juntábamos a rezar el Rosario con una devoción ciega y cuando venía una cura y nos daba la comunión yo ya me sentía en gracia para morir. Cuando rezaba pedía que si me tocaba morir que sea rápido, porque el mayor miedo que teníamos era quedarnos heridos y morir desangrados. Terminamos viendo a la muerte como un alivio.

- ¿Cuándo entró en combate junto a su Compañía?

- Fue en el Monte Dos Hermanas Norte, entre el 11 y el 12 de junio. Hacía un frío terrible. Los ingleses abren fuego y empezamos un combate cercano a uno 80 metros. Ahí tuve a mi primer muerto, el soldado Guanes. Recuerdo los gritos de aliento, de dolor y las puteadas de ambos bandos. También el ruido de la artillería que era tan fuerte que no se podía hablar. En medio de las ráfagas británicas, siento que algo me levanta en el aire, veo todo colorado y caigo al piso. Fue una explosión de artillería que me arrancó el casco y el fusil y con los oídos zumbando escucho a alguien que grita: "!Estoy herido mi subteniente, ayúdeme!". Como pude me acerqué y vi que Guanes estaba muy mal herido. Mi última imagen de ese combate fue ver a Guanes rezando el rosario, y la del soldado Walter Goñi, nuestro enfermero, dándole la espalda a los británicos, poniéndole morfina y haciéndole un torniquete.

LA BATALLA FINAL

Muy pocos días antes de entrar en combate, Lamadrid no olvida el telegrama que le llegó de su padre quien sabía del peligro que corría por un amigo militar.

"Querido hijo -decía- se acercan momentos difíciles, se por lo que estas pasando, cuidáte mucho, cuidá a tus soldados, que Dios te bendiga y te bendice tu padre, Augusto". Esas pocas líneas le hicieron muy bien y le dieron una fuerza extra: El honor. "Si mi propio padre -recuerda emocionado- me decía que podía morir por la Nación, con el dolor que eso le significaba, yo no podía defraudarlo".
Después del combate de Dos Hermanas junto a su Compañía se replegaron a la primera línea defensiva en Monte Tumbledown, donde se desarrolló entre el 13 y 14 de junio el combate final, uno de los más duros y sangrientos de la guerra.

- ¿Qué recuerda del contraataque en Tumbledown? 

- Tuve la última reunión con mis suboficiales en la noche del 13. Cuando los convoqué para ir al combate no se fue ni un soldado ni un suboficial. En ese momento los arengué y les dije: "Tal vez cuando nos volvamos a vernos muchos de nosotros estaremos muertos. Nos queda el honor, no podemos volver como cobardes al continente, conduzcan lo mejor que puedan a sus soldados. Yo también tengo miedo pero pongan huevos. Tratemos de que los que muramos sea heroicamente en combate y no por cagones". Y les di un abrazo. Horas después, en la madrugada del 14, tuvimos el combate cuerpo a cuerpo, a matar o morir. A las 6 de la mañana tiro una granada de fusil y sentí ruido de gente que caía, gritos de dolor. Los ingleses empezaron a tirar. El combate se extendió hasta el amanecer y el batallón de los Guardias Escoceses no podía avanzar. El combate llegó a ser cuerpo a cuerpo, con bayonetas. Mis dos últimos muertos fueron los soldados Echave y Balvidares. Lo único que se piensa en ese momento es que muera el otro y uno salvarse. Es pura adrenalina y el instinto de supervivencia es muy fuerte.

- ¿Cómo vivió la rendición?

- La mayor tristeza cuando entramos a Puerto Argentino es el silencio. Como jefe, el dolor de los muertos y en lo personal me sentía un fracasado. Ya prisioneros, en el bunker de la Segunda Guerra donde estábamos, me acuerdo que había una vela y que yo me puse detrás de una columna, en la sombra. En un momento veo un grupo de soldados de mi sección que se me acerca. Yo pensé que me venían a fajar porque había sido un mal jefe, pero era para desearme un feliz cumpleaños. En ese momento me emocionó la lealtad de mi gente y me hizo llorar la culpa por haber rezado tanto para que la guerra terminara antes de mi cumpleaños, que es el 15 de junio. Yo estaba vivo y mis soldados muertos. Me abrazaron para consolarme. Fue la única vez que lloré en la guerra.

LA LUCHA POR EL VETERANO

Ahí terminó la guerra en las islas para Lamadrid, pero empezó la guerra de la postguerra que fue todavía más dura que la libró en las Malvinas, según se encarga de destacar en más de una oportunidad. Tras la guerra participó en misiones de paz en Irak y la ex Yugoeslavia, pero con su vocación a cuestas, sentía que su nueva tarea debía ser devolverle a los veteranos lo que le habían dado en las islas. Hoy, con la misma pasión y entrega que cuando ingresó al Colegio Militar, se desempeña como Director del Centro de Salud de las Fuerzas Armadas-Veteranos de Malvinas.

- ¿Por qué la postguerra fue peor que la guerra?

- Entramos por la puerta de atrás, fue muy doloroso regresar de Malvinas. En lo que hace a las patologías psiquiátricas del veterano todo fue improvisación. Muchos que tenían una patología psiquiátrica, por no abordarla, empezaron a padecer patologías crónicas. Y esa cronicidad genera otras patologías peores. No solo se trata al veterano sino también de sus familias. 

- ¿Cómo empezó su tarea con los veteranos?

- Fue una lucha de muchos años por la salud mental de los veteranos de guerra. En 2008 empecé como director del Centro de Estrés Postraumático Malvinas Argentinas del Ejército. En 2012 se implementó a nivel conjunto en todas las Fuerzas Armadas. En la actualidad se atienden a unos 600 pacientes y se hacen juntas médicas. Muchos abren las puertas de los fantasmas por primera vez después de 35 años. Claramente se puede decir que nunca es tarde. Y eso se ve en la emoción del veterano y su familia que se van agradecidos de que alguien los escuchó.

- ¿Cuántos suicidios hubo desde 1982?

- Los suicidios es un tema que fue usado políticamente y se especula mucho. La realidad es que nadie sabe cuántos se suicidaron. Serán ciento y pico de veteranos de guerra, yo no lo sé exactamente. Pero igual esos números no expresarían la realidad. Luego del estrés al que está sometido el soldado durante un tiempo prolongado en la guerra, su cuerpo responde con un montón de señales, no solo psicológicas sino físicas. Y ahí surge el suicidio en silencio, es decir, hacer cosas que saben que lo van a reventar. Por ejemplo un veterano que cuando fue a la guerra era un excelente deportista con futuro y hoy no tiene familia, vive solo y pesa 170 kilos. Cuando ese veterano se muera la partida de defunción dirá paro cardiorespiratorio, pero quienes trabajan en salud mental saben que eso se llama suicidio inducido, que lo viene sufriendo hace 35 años cuando se quedó en las islas anclado.

- ¿Cuál es la tarea que brinda el Centro?

- Primero buscamos devolverle el orgullo al veterano y después tratar los fantasmas. Los veteranos tienen heridas en el alma desde hace 35 años y esa sangre mancha a sus familiares, lamentablemente. A diferencia del presupuesto millonario que tienen otros países, nosotros con todo hecho a corazón, hoy estamos, en lo que es habla hispana y en cuanto a la calidad profesional, abordaje, asistencia y terapias, entre los mejores centros del mundo de atención de estrés postraumático de militares. Yo encuentro en esta tarea la manera de devolverles a mis soldados lo que me enseñaron para la vida.