El día del maratonista

El 7 de agosto no es una fecha más para el atletismo. Los triunfos olímpicos de Juan Carlos Zabala en los 42,195 kilómetros de Los Angeles 1932 y de Delfo Cabrera 16 años después en Londres hicieron que en el almanaque ese día quedara para siempre pintado con el dorado color de la victoria.

“Voy a demostrar que se puede largar en punta y llegar primero. O llegan después o se rompen en el camino”. Confiado, Juan Carlos Zabala, un atleta con un físico diminuto que en realidad era un gigante en envase pequeño, le hacía esa confesión a un periodista del diario The New York Times.  Era el 6 de agosto de 1932 y el argentino desbordaba confianza. Es más, ante la incredulidad de su interlocutor, que lo consideraba “pedante”, redobló la apuesta: “Gano la maratón o me sacan en ambulancia”.

Apenas 24 horas después, ese pibe de apenas 1,52 metro de altura y 56 kilogramos de peso le demostraba al mundo que era un hombre de palabra. Se impuso en el maratón de los Juegos de Los Angeles con récord olímpico incluido (2 horas 31 minutos 36 segundos).

La aparente arrogancia de Zabala tenía fundamentos: en su poder atesoraba los récords nacionales de tres mil, diez mil y treinta mil metros, en Europa había participado en 30 carreras y había ganado 29… Un especialista en la materia como el finlandés Paavo Nurmi, nueve veces campeón olímpico, también había sucumbido ante el “Ñandú Criollo”.

Zabala, que había perdido con Nurmi porque cerca de la llegada no tuvo mejor ocurrencia que darse vuelta y sacarle la lengua, perdiendo valiosos segundos que le costaron muy caro, era uno de los favoritos para los 42.195 metros de esa edición de los Juegos Olímpicos, en la que el atleta finés ya no podía participar porque en tiempos de celoso amateurismo había recibido dinero para intervenir en algunas carreras.

Desde su nacimiento el 21 de septiembre de 1912, Zabala había corrido una vida de privaciones, tratando de escapar de los azotes de la orfandad y la miseria. Pasó gran parte de su existencia en la Colonia Ricardo Gutiérrez, en el mismo predio en el que hoy se encuentra el Penal de Marcos Paz. El profesor Alejandro Stirling descubrió ese diamante en bruto y perfeccionó su técnica, para que sus desplazamientos acompañaran la insaciable sed de triunfo que recorría sus venas.

Para hacer posible la consagración del joven atleta hizo falta que el presidente de la Nación, Agustín P. Justo, le fraguara un documento de identidad, pues la edad mínima requerida para el maratón era de 20 años, uno más de los que tenía Zabala al llegar a Los Angeles.

Con una fe descomunal en sus propias fuerzas, hasta cometió el pecado de apostar todos sus ahorros a él mismo. El célebre nadador Alberto Zorrilla fue el encargado de la misión de transformar en una fortuna los pocos pesos que tenía el “Ñandú Criollo”.

Como era un hombre de palabra, Zabala largó en punta y sin permitir que el cansancio minara sus fuerzas estuvo al frente del pelotón de 28 atletas. El finlandés Lauri Virtanen lo despojó del liderazgo durante varios kilómetros, pero faltando cuatro mil metros, el argentino volvió a acelerar y a pesar de un dolor de rodillas que amenazaba con poner en riesgo su hazaña, se adueñó otra vez del primer lugar y no lo dejó nunca más.

Con andar firme y decidido, el diminuto argentino con la musculosa con el número 12 y un pequeño gorrito blanco que lo protegía del sol parecía mucho más grande de lo que en realidad era. Llevaba un paso demoledor y las tribunas del Coliseum de Los Angeles, cubiertas por 75 mil espectadores, estallaron en aplausos cuando cruzó la meta triunfal. Nadie había podido resistir su ritmo frenético y él apenas sucumbió cuando el boxeador Carmelo Robledo no tuvo mejor idea que lanzarle una Bandera con mástil incluido para que la llevara por la pista en una suerte de vuelta de honor.

Los 500 dólares que representaban toda su fortuna se multiplicaron. Le pagaron 20 a 1. Y Zabala ganó de punta a punta como él quería. Y como lo pregonó siempre: “La vida es como un maratón: nunca hay que darse por vencido”.

DELFO TAMBIEN LO HIZO

Cuando el 7 de agosto de 1932 el “Ñandú Criollo” consumaba su espectacular proeza en Los Angeles, un pibe de 13 años no podía ocultar su admiración. Y tampoco un hambre de gloria tan inmenso como el de Zabala. “¿Si él lo hizo, por qué no yo?”, se preguntó Delfo Cabrera.

El 7 de agosto de 1948, es decir 16 años después del triunfo de su compatriota, este santafesino que no conocía el significado del verbo rendirse y que a lo largo de su vida había sido cosechero, jornalero, bombero y profesor de educación física, emuló la epopeya de Zabala con un triunfo épico en el maratón de los Juegos Olímpicos de Londres.

 A Zabala y a Cabrera los unía el coraje y la determinación. También el talento, por supuesto. La única diferencia estaba en la cautela de Delfo. “Mi preocupación era guardar energías. Yo nunca había corrido más de 20 kilómetros”, confesaba. Igual, pese a sus precauciones, confiaba en sus posibilidades, ya que unos días antes de su presentación en Londres había cometido la travesura de trenzarse, junto con sus compatriotas Eusebio Guíñez y Armando Sensini, en un duelo con los principales candidatos al triunfo. Fueron 20 kilómetros de una irresponsabilidad mayúscula que en vez de un derroche de energías fueron una señal de que arribaba a la carrera con grandes probabilidades de éxito.

En el programa oficial de la prueba aparecía con el número 233 y el apellido Cabrora. Nadie lo conocía. En los papales, los favoritos eran otros, ésos a los que les había dado un gran susto en esa tirada suicida de los días previos.

Cuando sonó el disparo de salida, Cabrera decidió correr de atrás para cuidar sus fuerzas, en especial porque el recorrido era tortuoso, con muchas cuestas que podían ser un obstáculo fatal para los atletas que no las respetaran debidamente. El coreano Yun Chil Choi iba al frente. Delfo estaba entre los últimos del lote de 42 participantes.

Hacia la mitad de la competencia apuró el ritmo y, con determinación, fue avanzando hacia adelante. Pasó a Guíñez, quien, ya cansado, lo alentó: “Dale negro que esta carrera no la podés perder”.  Y Cabrera no la perdió. Ingresó en el estadio de Wembley en la segunda posición, detrás del belga Ettiene Gailly, que desfallecía paso a paso. Tercero iba el inglés Thomas Richards, pero el argentino sólo veía al líder y a la línea de llegada.

Gailly iba bamboleándose, dejando la vida en sus ya torpes zancadas, Cabrera lo superó en la última vuelta a la pista. Ganó, tal como lo había hecho Zabala, su ídolo, 16 años antes. Y entonces, por el “Ñandú Criollo” y por Delfo, el 7 de agosto ya no era una fecha más. Se transformaba para siempre en el día del maratonista.