"LA INVENCION DE LA NATURALEZA" RECONSTRUYE LA VIDA DE ALEXANDER VON HUMBOLDT

El padre del ecologismo moderno

En una completa biografía, Andrea Wulf sostiene que el naturalista prusiano plantó las semillas de nociones actuales como el cambio climático o la defensa del medio ambiente. Sudamérica tuvo un papel central en esa intuición.

 

Alexander von Humboldt (1769-1859) fue una de las mentes más brillantes de su tiempo y el científico que más influyó en el estudio de la naturaleza merced a viajes, descubrimientos o intuiciones cuyos efectos sólo por estos años han podido asimilarse en toda su dimensión. Sin embargo, la vida de tamaña lumbrera es hoy poco menos que desconocida para el gran público en Europa y América.

En La invención de la naturaleza (Taurus, 584 páginas), la investigadora germano-británica Andrea Wulf se propuso reparar esa omisión con una elogiosa y muy completa biografía sobre el genio prusiano al que alguien llegó a calificar, con obvia exageración, como "el hombre más grande desde el Diluvio". Sus páginas tratan los muy diversos aspectos que abarcó la prolongada existencia del célebre naturalista, que se inició en la vida adulta embebido de los ideales de la Revolución Francesa y la terminó siendo chambelán del rey de Prusia.

Humboldt constituyó una peculiar mezcla de ratón de biblioteca con Indiana Jones, un viajero infatigable, aventurero sin igual y maniático de las mediciones y las estadísticas, un prodigio de memoria que podía hablar horas sin parar, y que todo lo anotaba, registraba y archivaba. Conoció y fue admirado por casi todos los hombres importantes de su tiempo, fueran científicos, literatos, políticos o monarcas. A todos les dejó la impresión de que habían tratado a un ser superior, pero inasible.

Con la mira puesta sin rubores en el lector moderno, Wulf machaca a lo largo de su libro con una idea fuerza: Humboldt fue el primero en interpretar la naturaleza como un todo orgánico e interconectado. Las plantas, los climas, la geografía era partes que estaban relacionadas entre sí y la alteración de unas podía influir en el resto, con consecuencias nefastas. La autora asegura que Humboldt fue "el primer científico que habló del nocivo cambio climático provocado por el hombre", y por lo tanto lo considera el "padre del movimiento ecologista".

Humboldt llegó a esas conclusiones gracias a sus viajes de exploración. Dos fueron los más importantes: el que lo trajo a Sudamérica entre 1799 y 1804 y el que lo llevó a Rusia y Siberia durante el año 1829. Esos tramos del libro son los más memorables porque recrean paso a paso las peripecias del explorador, los riesgos que corrió y la inhumana sed de conocimiento que lo impulsaba. El ascenso en 1802 del volcán Chimborazo, en el actual Ecuador, resume con singular intensidad esos rasgos. Wulf triunfa en el relato de la hazaña, que al igual que el resto del volumen se basa en una lectura atenta de la correspondencia y el resto de los escritos que dejó su héroe.

Son pasajes de notable vividez. "La niebla cubría la cumbre -escribe Wulf-. Pronto estaban avanzando a gatas por un reborde que se estrechaba hasta unos peligrosos cinco centímetros, con escarpados precipicios a un lado y otro; los españoles lo llamaban acertadamente la cuchilla. Humboldt miraba con decisión hacia adelante. No ayudaba el hecho de que el frío les había dormido los pies y las manos, ni que el pie que se había herido durante una ascensión anterior se le había infectado. Cada paso, a esa altura, era de plomo. Mareados por el mal de altura, con los ojos inyectados en sangre y las encías sangrando, padecían un vértigo constante que, como reconoció después Humboldt, "era muy peligroso, dada la situación en la que nos encontrábamos".

El hombre capaz de consumar esa proeza a casi 6.000 metros de altura era una persona por lo demás solitaria y distante, que en su larga vida sólo había aceptado nutrirse de estrechas amistades masculinas de índole sospechosa para la época. Una de las primeras -y de las más importantes- fue la que mantuvo con el francés Aimé Bonpland, compañero en el trabajoso ascenso al Chimborazo, y de quien Humboldt más tarde se distanció. Cabe recordar, como hace Wulf, que Bonpland pasó sus últimos años viviendo entre nuestro país y el Paraguay.

Los viajes produjeron innumerables libros muy leídos que fascinaron a algunos de los mayores intelectos del siglo XIX, de Goethe, Jefferson y Chateaubriand a Wordsworth, Emerson, Thoreau (el autor del bucólico Walden), Jules Verne y, muy especialmente, Charles Darwin. El naturalista inglés leyó las obras del alemán con papel y lápiz y sus nociones fueron decisivas para sus propias investigaciones acerca del origen y la evolución de las especies. Amiga de las definiciones tajantes, Wulf no duda en llamar a Humboldt "un darwinista predarwiniano".

También Simón Bolívar fue amigo de Humboldt, a quien conoció en París en 1804, mucho antes de lanzarse a las campañas revolucionarias en Sudamérica. Liberal, agnóstico y antiespañol, Humboldt sentía una afinidad natural por el libertador puesto que siempre había sido crítico del sistema colonial hispánico, al que culpaba de todos los males del continente y al que dedicó un libro a fustigarlo (Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España).

Eso al tiempo que oficiaba como una suerte de "informante" del ex presidente norteamericano Thomas Jefferson, quien mediante las cartas de Humboldt seguía de cerca la evolución de los procesos revolucionarios en Sudamérica y temía el surgimiento de un gran rival económico para Estados Unidos.

Citando esa correspondencia, Wulf apunta que Jefferson esperaba que las colonias "no se unieran en una sola nación sino que permanecieran como países separados, porque "como una única masa, serían un vecino temible". Dato por demás revelador.

Agil, bien organizada, exhaustiva y rigurosa a pesar de sus intenciones reivindicatorias, esta biografía profusamente ilustrada (en blanco y negro y color) es un modelo de claridad y una razonable puerta de entrada para estudiar a un personaje complejo, misterioso y no pocas veces contradictorio.